lunes, 7 de julio de 2014

Truman Capote | Desayuno en Tiffany´s

Truman Capote (1924-1984)

Truman Capote es de aquellos autores que no necesitan presentación. Habría que empezar por mencionar que es autor de In cold blood, obra que inaugura la hard novel policiaca y que le llevó cerca de seis años de trabajo. Pero vayámonos hacia atrás, con 23 añitos presenta su primera novela Other Voices, other rooms, la cual es celebrada por la crítica.

Me niego a reproducir aquí una biografía que se puede encontrar en varias lenguas y resumo simplemente hechos de su vida: al igual que García Márquez, mucho de su estilo se lo debe al periodismo. Tuvo una crisis existencial por los 45 que lo llevó a irse de gira con los Rolling Stones. Se volvió alcohólico y adicto a estupefacientes. Tuvo un periodo oscuro e infértil de ocho años de duración –con el cual a mis ojos luce mucho más humano. Retoma su prosa en 1975 con confesiones sobre sus amigos de la alta sociedad, lo cual, por supuesto habría de traerle problemas y rupturas.

Nuevamente cae en una onda destructiva –¡qué raro es escribir esto!–, quiero decir, nuevamente entra en crisis. O quién sabe, tal vez terminó por buscar otras vías para reencontrar inspiración o la escritura no le daba ya asilo. El problema es que comenzaron las alucinaciones, las visitas a los psiquiátricos hasta que en 1984 muere por sobredosis de tabletas.

Pero ahí no acaba la historia, en 2004 se encuentra un manuscrito suyo que contenía su –verdadera– primera novela, una obra que escribiría por ahí de los diecinueve años. Y recordemos claro, que una película sobre su vida sale un año después, Capote (de Benneth Miller), que le daría en 2006 el Oscar a mejor actor a Philip Seymour.

 

Holly Golightly, oh, qué señorita | Desayuno en Tiffany´s

Los hombres no saben hablar de casi nada. A los que no les gusta el baseball, les gustan los caballos, y si no les gusta ninguna de las dos cosas, bueno, seguro que de todos modos me he metido en un lío: tampoco les gustan las chicas.

¿Quién es esta señorita que parece de Kansas, entremezcla galicismos en sus charlas y en su inocencia nos parece tan pragmática y en su madurez tan cínica?

Desayuno en Tiffany´s (1958) es una novela brevísima de esas que de verdad ganas de leer de una sentada (se filmó asimismo la película homónima en 1961 con Audrey Hepburn). Extremadamente ágil en el ritmo, con varias anécdotas donde uno no sabe bien adónde llevará el viaje. El narrador, un joven que quiere volverse escritor, contará sobre una peculiar vecina, que sin querer lo pone en contacto con figuras de la alta sociedad o con poder, sean ellos nazistas, gánsteres, millonarios. Todos parecen estar unidos por la figura tan inasible de Holly Golightly, quien curiosamente se despidió de su sueño de ser actriz, está casada, visita a un gánster en la cárcel y se deja seducir no sólo por uno sino por varios galanes; hasta terminar comprometida con el ex novio de una de sus amigas.

Sabía muy bien que jamás llegaría a ser una estrella de cine. Es demasiado esfuerzo; y, si eres inteligente, da demasiada vergüenza. Me falta el suficiente grado de complejo de inferioridad: para ser una estrella de cine hay que ser, según dice la gente, tremendamente narcisista; de hecho, lo esencial es no serlo en absoluto.

Si han tenido ustedes una amiga, de aquellas que pisotean o maltratan a ciertos amigos, pero que es simpática de una manera inexplicable; que es necia e irreverente y que en su propio egocentrismo uno le tiene que rendir pleitesía, entonces sabrán con seguridad cómo es Holly. Y conocerán esa extraña adicción que causa. A mí me recordó la Holly Golightly de la infancia. ¿Qué hará ella ahora? ¿Me recordará?

Holly es la típica mujer que detestan aquéllas que faltas de belleza o autoestima, se encolerizan cuando ven un enjambre de hombres ser manipulado sin la mínima desfachatez por una mocosa, por una mujer cuyos medios sin abiertamente sus atributos físicos y los usa sin empacho.

No hay nada en el mundo que deteste tanto como los hombres que te dan mordiscos. –Se abrió un poco el albornoz gris para mostrarme las pruebas de lo que ocurre cuando un hombre da un mordisco. No llevaba más que el albornoz.

Holly es la mujer que sin sensiblerías nos dice en la cara lo que ninguno de nuestros amigos se atrevería a decir por temor a lastimarlos. Holly da en el clavo. Holly ve lo que quiere ver y lo demás lo ignora. Holly es la amiga cuando no se pide nada a cambio. Holly es el resultado de una sociedad que avanza sin perder tiempo, que está encantada por el lujo, la imagen y la máscara. Por todo ello nos embelesa de una manera que nos avergüenza aceptar porque sin querer terminamos enamorados de ella sin esperanzas de que el sentimiento sea mutuo.

La misma vanidad que me había conducido a exponerme de aquel modo, me obligó en ese momento a tacharla de petulante ser insensible, por completo desprovisto de inteligencia.

En Desayuno en Tiffany´s lo superfluo no sólo es estandarte de mujeres maquilladas ni de millonarios ociosos; incluso el hombre que le roba el corazón a Holly, un brasileño nos permite completar este crisol de apariencias y personajes esperpénticos. Él se encuentra sumido en un mundo caricaturesco y cayó en él pareciera que por inercia.

Es posible que, como la mayoría de la gente que se encuentra en un país extranjero fuese incapaz de situar a la gente, de elegir un marco adecuado para su retrato, cosa que en Brasil le hubiese resultado de lo más sencillo; es decir, tenía que enjuiciar a todos los norteamericanos bajo una luz prácticamente uniforme, y desde este punto de vista sus acompañantes debían de parecerle ejemplos soportables del color local, del carácter local.

¿Qué hace ser tan entrañable a este ser? A una mujer que usa, cambia y tira a hombres sin ton ni son. A una mujer joven que un buen día se le ocurre salir de casa y dejar así a su esposo junto con sus hijastros. Holly si bien no aparece en la novela como una mujer extremadamente humana, sino fuera por el episodio con el gato –mascota que ha adoptado– donde parece que el animal la ha traspasado y se ha anidado en su corazón. Ella no consigue perdonarse haberlo devuelto a la calle. Holly ciertamente es finita, egoísta e incluso insensible, pero tiene consecuencia en su persona. Eso es lo que la distingue de los demás personajes en la historia.

No me refiero a la honestidad en cuanto a las leyes (podría robar una tumba, hasta le arrancaría los ojos a un muerto si creyese que así me alegraría un día), sino a ser honesto con uno mismo. Me da igual ser cualquier cosa, menos cobarde, falsa, tramposa en cuestión de sentimientos, o puta: prefiero tener el cáncer que un corazón deshonesto. Y esto no significa que sea una beata. Soy simplemente una persona práctica. De cáncer se muere a veces, de lo otro, siempre.

El joven narrador comienza a reflexionar sobre Holly a partir de una noticia después de su desaparecimiento. Es este recorrido el que le permite sincerarse y descubrir repentinamente que incluso él cayó enamorado de Holly.

la amé tanto como para olvidarme de mí mismo, de mis autocompasivas desesperaciones, y contentarme pensando que iba a ocurrir una cosa que a ella la hacía feliz.

Una casa de flores

Junto con Desayuno en Tiffany´s encontramos tres relatos más. Los tres valen la pena y son temáticamente muy diversos. Una joya en cuanto al lenguaje. Me resultan tres instantáneas nostálgicas.

El primero de ellos, Una casa de flores, trata sobre Otilie, una prostituta que encontrará el amor y que bajo ese estandarte rehará su vida. Vivirá con su esposo y con su suegra, una anciana odiosa que le hace la vida imposible. La vieja quiere asustar a su nuera y muere en sus estratagemas, de una manera que se transmite en la narración un tanto mágica. El esposo se entera del hecho y debe castigar ejemplarmente a su mujer. Ella, pudiendo liberarse, se finge redimida por el esposo.

Cada noche, la joven pareja esperaba para hacer el amor hasta que la Vieja Bonaparte parecía haberse dormido. A veces, tendida en el jergón de paja en donde se acostaban ella y Royal, Ottilie estaba segura de que la anciana permanecía despierta, vigilándoles. En una ocasión llegó a ver un ojo legañoso que, iluminado por las estrellas, brillaba en la oscuridad. Quejarse ante Royal era inútil, él se limitaba a reír. ¿Podía hacerles algún daño aquella vieja, que tantas cosas había visto a lo largo de su vida, quisiera ver unas cuantas más?

 

Una guitarra de diamantes

Narra la triste historia de Mr. Schaeffer y Tico Feo, dos carcelarios. Mr. Schaeffer no tiene amigos, tenía uno pero murió durante su intento de fuga, intento en el que él mismo estaba involucrado pero que no resultó exitoso.

Schaeffer que está destinado a dar esperanza a los otros convictos, no la puede tener para sí. Los demás lo buscan para que les lea sus cartas. Un tanto porque no saben leer, otro tanto porque este hombre cambia las palabras y los deja vivir en el encierro con una matita de luz.

La mayoría de esas cartas son tristes y quejumbrosas; a menudo a Schaeffer improvisa mensajes más animosos en lugar de leer lo que dice el papel.

 

Un recuerdo navideño

Este último relato me atrapó desde el principio por su ternura y su añoranza. Cuenta con un sinfín de imágenes extraordinarias, de inocencia, de detener del tiempo. Un niño y una anciana comparten una amistad curiosa y carente de fronteras. Ambos se complementan y azuzan también sus esperanzas, sus anhelos: uno por inocencia de vida, la otra por bondad.

-Me da la sensación de que antes tenías la mano mucho más pequeña. Supongo que detesto la idea de verte crecer. ¿Seguiremos siendo amigos cuando te hagas mayor?

domingo, 6 de julio de 2014

De autoría | III El plagio


III El plagio

Volviendo al dilema de Tengo, sabemos que las dos virtudes mínimas se bifurcan en la adolescente (el qué) y en el editor (el cómo). No obstante, existe todavía un impedimento, el joven nipón sabe perfectamente que si se descubre la trampa, él tendrá para siempre las puertas vedadas como autor porque su fama de impostor superará su talento. Tengo continúa con su labor a pesar de que conoce las consecuencias porque considera que la novela que corrige debe ver la luz definitivamente. Pero, en caso de que alguien descubra la mentira, ¿quién irá tras un hombre que sólo “pule” una novela? Y peor aún, ¿quién irá a la caza de una adolescente que se jacta de haber concebido tal obra a tan corta edad?

            ¿De dónde proviene esta voluntad de perseguir a los insidiosos, a los charlatanes que se han engalanado por poner como suyas palabras de otros? Sale quizás de unas ganas intrínsecas de castigar al plagiario, al copista, al imitador y desenmascararlo porque nos ha vendido algo como propio, porque nos ha timado. Persígase pues al impostor, al embustero. Cacemos cual aves de rapiña al plagiario. Bajo nuestra mira ya desfila Arturo Pérez Reverte, que tuvo que pagar indemnización por el guion cinematográfico Gitano. Y no perdamos de vista el objetivo ni nos dejemos deslumbrar por nombres ilustres incluso de premios nobel. Saramago es el siguiente en pasar al banco de los acusados. Pase pues y que sean los biógrafos quienes expliquen si un rumor es suficiente para desacreditar al luso y concederle la razón a Teófilo Huerta Moreno, quien afirma que Saramago se inspiró en ¡Últimas noticias! para escribir Intermitências da morte.

            Pues sí, pobre de aquel que plagie, robe o tome líneas sin citar su fuente porque sobre él caerá el repudio social, los protectores de derechos de autor así como –y ésta sí que será fulminante– la justicia divina que puede ser tarda, pero finalmente llega.

Protejamos al vetusto Quijote de vejaciones y depuraciones intertextuales o peor aún, de actualizaciones impertinentes y anacrónicas. Porque justamente eso no lo hubiera querido el padre de la novela[1], ¿no es así? Velemos por el patrimonio de la familia Neruda, Fuentes o Paz, porque de ellos es el fruto del trabajo –sudado– de sus esposos, padres o abuelos. Así lo hubieran querido ellos, ¿o no?

Defendamos sus obras porque estos autores inventaron mundos ficticios que alimentan a personajes casi reales y es a través de sus textos que explican cuestiones morales, culturales o políticosociales. De ellos provienen reflexiones que hacen mella en las faltas de sus sociedades así como en la mezquindad de sus contextos. De ellos y de nadie más es el mérito porque fueron los artífices que originaron conglomerados verbales, armatostes poéticos o pesados e inextricables muros ensayísticos cuya resistencia resulta superior al concreto. De ellos es el mérito cuando a su trabajo le acompañen las virtudes arriba mencionadas, son éstas las que nos permiten discernir entre la copia y el robo –reutilizando las palabras de Picasso. Además porque ellos –incluso si emplearon centenares de fuentes o citas– no tomaron fragmentos enteros de otros autores para desarrollar sus mundos.

En 2010 Helene Hegemann tomó el pelo a críticos de prestigio y en un principio a su propia casa editorial, Ullstein. Su novela Axolotl Roadkill[2] es una sarta de fragmentos de otras obras, un guion cinematográfico e incluso un blog. No citó sus referencias e incluso negó tenerlas; no tardaron en aparecer las primeras reseñas, las unas alababan la experimentalidad de la obra, las otras criticaban la falta de propuesta estética e incluso la tildaban de ilegible. Pronto aparecieron también las primeras acusaciones de plagio. Y para acabar el escándalo, la novela fue nominada para recibir un reconocimiento de la Feria del libro de Leipzig.

¿De qué acusan a Helene Hegemann realmente? ¿De que no puso sobreaviso a los críticos? ¿De que expertos no se dieron cuenta de las citas? Ella armó una trama (virtud uno) y pensó en el cómo (dos), ¿qué más se necesita para defender al autor? Sí, sinceridad a través de las notas al pie, tal vez dirán los unos, originalidad dirán los otros. Para terminar al final mordiéndonos la cola con el tema. La editorial defendió hasta con los dientes a su autora, o mejor dicho, a su producto. La publicidad constante y segura del escándalo había llevado felizmente a la reimpresión de la novela –o del plagio según el lado del que se esté. El libro terminó por incluir un exhaustivo listado de referencias en sus reimpresiones y la editorial indemnizó a aquellos autores de los cuales se citó más que algunas frases, sino fragmentos enteros. Concluyendo, el plagio fue sobretodo un problema económico, porque las palabras también son mercancía como bien lo dejó ver la casa editorial Ullstein[3]. Resumiendo: el copy&paste se perdona en el mercado literario (al fin y al cabo los lectores siguen buscando la obra), pero no en el académico: el nombre de la autora es un insulto en los facultades de letras germanas.

            Pregunta inocente: si alguna persona cualquiera, sin talento artístico alguno intentara escribir una novela con retazos de lo que encuentra en Internet, ¿lo conseguiría?
¿No será que sin querer hemos vuelto al principio de este texto? ¿No será que lo correcto ya no es el 
plagio, sino aceptar que, y bajo las adecuadas contemplaciones debido a la época actual, las fuentes de información, la velocidad de producción y la facilidad de acceder a estas montañas de información nos regresan en este caso de Axolotl Roadkill a una época de transmisión “oral” en la literatura? Ésta es una época donde uno lee, guarda, modifica, reenvía y reinicia la cadena, propiciando así una nueva era en las Letras donde, tomando ejemplo de la Edad Media, deberíamos regresar a renunciar en estos casos al autor porque ya es evidente que uno no se puede aferrar a este elemento. Tal vez aquí el proceso de creación y pastiche haga incompatible e incluso obsoleta la figura del autor único. Al fin y al cabo, con el tiempo lo que importa, es la obra.[4]



[1] Sea preciso hacer notar aquí que Cervantes recicló modelos grecorromanos para sus obras.
[2] Novela que trata sobre una adolescente sumida en una profunda crisis existencial, la cual intenta sobrellevar con excesos.
[3] Un buen contraejemplo nos lo brinda el político alemán Theodor von Guttenberg –le siguieron en efecto dominó otros tantos colegas–, quien perdió su cargo, porque se demostró que su tesis doctoral tenía muchos casos de plagio. Aquí pues, el impacto del plagio reside en el origen mismo de la persona: Ningún político que “copie” para obtener un doctorado es capaz de desempeñar un cargo. Actualmente von Guttenberg reside en los Estados Unidos donde imparte clases a nivel universitario.
[4] Para variar –y cediéndole nuevamente la razón a Terencio–, no hay nada nuevo bajo el sol. Me avisa un colega que accedió a revisar mi texto, que ya Roland Barthes pregonaba la muerte del autor mientras mis padres apenas se estaban conociendo.

sábado, 5 de julio de 2014

De autoría | II Las virtudes del escritor


II Las virtudes del escritor

“La obra es del escritor y de nadie más” escuché decir a un colega de trabajo, que sin ser un lector asiduo hacía referencia a un caso escandaloso de plagio en Alemania en 2010 al que me referiré en el tercer apartado. Tres años después de este escándalo, Haruki Murakami, haciendo buen uso de su prestigio y su facilidad para contar historias donde apenas sólo hay anécdotas, embiste el mito de la autoría bajo un tono solemne, casi pudoroso en 1Q84[1]. Primeramente, haciendo alusión a la obra 1984 de George Orwell, nos presenta una nada compacta historia de amor. Murakami plantea que es posible contar con obras cuyo origen no es único. Es decir, el autor nipón, que ha desplegado un mundo paralelo en 1Q84, desarrolla una historia donde el protagonista, Tengo[2], posee la capacidad de reconocer buenas historias, aunque las propias no lleguen a serlo. Se le pide por encargo corregir una novela pésimamente escrita para hacerla merecedora de un premio literario. Aquí parecería ser que no hay peor dilema ético para Tengo que tocar una obra que no es suya y tomarle el pelo a los demás vendiéndola como la novela de una adolescente. El hecho de reescribir no es una cuestión discutible, piensa Tengo, es más bien, lo que se pretende alcanzar reescribiendo la novela, eso es lo sucio y poco ético.

Si bien, esta trama no guía los hilos de la novela, ya deja traslucir el pudor que puede suscitar hablar de autoría en pleno siglo XXI. ¿Tenía Tengo derecho de tocar una novela que no era suya? Esta pregunta es rápidamente contestada. Tengo concluye que es más importante la obra, que el autor. ¿Deja de ser la novela origen de esa inexperta escritora? No, Tengo se convence de que no fue fortuito el hecho de que esa novela llegara a sus manos, es decir, que él no estaba destinado a contar la historia –sino la adolescente– pero él sí a escribirla, o bien, ordenarla narrativamente.

Aquí me toma desprevenida un remordimiento, ¿acaso mi bagaje como editora me ciega en esta discusión y ya dejé de ver como algo sagrado e intocable el texto de un autor? ¿Tiene menos mérito un escritor si un buen corrector de estilo le organiza el texto? ¿Acaso los autores realmente están dispuestos a entregar sus textos sin ser revisados al menos por su consorte, editor u otros autores? ¿Y los lectores estamos preparados para ello?

            Los textos son productos no acabados, que van siendo modelados por sus autores y su entorno. No hay que sacralizar nada. Pero tampoco hay que mirar la portada de un libro pensando –inocentemente– que Orhan Pamuk se ha olvidado de todas sus lecturas previas, sus experiencias personales o sus anteriores obras al escribir Rojo. Me parece romántico e incluso cándido pensar que sólo una pluma ha pasado por el texto y lo peor aún, que sólo una persona lo ha creado.

            Como no espero convencer con las líneas anteriores, debo recurrir al siglo XIX. Vayamos primero a Chalco, donde Manuel Payno está dejando morir a Cecilia en Los Bandidos de Río Frío. ¡Basta!, dice el lector que se ha encariñado hasta las cachas con ese personaje y escribe indignado al periódico para que el autor cambie de opinión y no mate a la pobre mujer, quien será rescatada por supuesto en capítulos subsecuentes a pesar de que el autor tenía otro final para ella. Porque ése precisamente es el punto, la obra de repente ya está en boca de todos y se ha vuelto un bien común. Así al menos lo indican, por ejemplo, las miles de cartas que siguen llegando a Backer Street no para Conan Doyle, sino para Sherlock Holmes, personaje que también fue resucitado a pedido de los lectores.

            ¿Acaso es –pregunto despojada de mi posición de editora y revestida con mi piel de lectora– el autor el único que decide en su texto? ¿No tenemos nosotros también nuestros derechos como devotos lectores?

            No, no. Me rebaten aquí. Pero si es precisamente a ellos, a los autores, a quienes se les ocurren esas historias. Fue Payno quien sacó a Cecilia de morir ahogada, fue a Conan Doyle a quien se le ocurrió crear a Holmes y resolver casos en actos de prestidigitación. No al lector. Tal vez, eso no lo sabemos. Lo que sí podemos suponer es que ellos identificaron una historia a través de sus observaciones. Esa es pues la primera virtud del autor: observar y a partir de allí crear la historia. El ejemplo por antonomasia de esta afirmación es Gabriel García Márquez. En su quehacer periodístico, el autor colombiano pudo ver más allá de la nota roja, y fue así que abrió ventanas para contactar con la sociedad a través de hechos aparentamente prescindibles, por ejemplo, en El ahogado más hermoso del mundo, el autor consigue engarzar la historia de colonización y la actualidad colombiana para sugerirle al lector que voltee a ver qué lo rodea: nada. La capacidad de identificar historias es pues una característica esencial en el autor.

            La segunda sería la manera de contarlas. Arturo Pérez Reverte publica en 2002 La Reina del Sur, de la cual las televisoras incluso ya sacan jugo como telenovela. La novela está dedicada a Élmer Mendoza, que según las malas lenguas fue quien tuvo la idea. Pero, ¿quién la escribió? Fue Reverte quien acomodó las piezas y tomó hasta la última gota de información de Mendoza para nutrir la obra. Sea Mendoza el gestador de la historia o no, fue Reverte quien tomó el bolígrafo para narrar la historia, eso sí, con unos descuidos enormes donde los personajes mexicanos terminan empleando el vosotros y las expresiones mexicanas –o mexicanismos para usar la terminología de la Real Academia– aparecen en contextos que ni los ibéricos, ni nosotros entendemos. ¿Alguien habría prestado oídos al tema si Élmer Mendoza hubiera publicado una novela semejante? Y en el debate hasta Heriberto Yépez sale despotricando contra Reverte. Para mí, concédaseme el beneficio de la fe ciega en la creación literaria, importa a veces más el cómo que el qué. La manera de contar es la segunda característica mínima, o bien, segunda virtud. No importa que se base el autor en historias ya contadas, sino en cómo las está tratando. Así, pues, no es raro ver a ensayistas que se llevan el crédito por cuestiones teóricas que los expertos pudieron elucidar (a otros expertos) pero no así a un público general. En el ensayo es donde mejor se comprende la importancia de saber cómo pronunciar una idea, aunque el tema en sí ya sea viejo.

Por supuesto que esto ahora no tiene valor alguno porque lo avala Juan Pérez. Apoyémonos pues en los hombros de un gigante, Picasso afirmó que “los buenos artistas copian, los grandes roban”, nótese aquí que no se trata de tomar algo y presentarlo de igual manera (copiar), sino que se trata de darle una plusvalía, para ello hay que adueñarse del objeto estético, o bien, hay que robarlo. En este punto no se trata de justificar el plagio, entendido aquí como una copia dolosa, no como un robo doloso. Se trata más bien de exponer la libertad que tiene un artista por tomar tanto la realidad, como las reflexiones que ya se han hecho de la misma a un grado tal que se la despoja de su autor, para así poderla trabajar libremente (virtud dos) y entregar algo mayor. Y bajo esta línea no solo Voltaire, Gauguin sino también un griego anterior a la era cristiana –no podía faltar, porque para eso existieron los griegos, para nombrar todas las cosas–, Publio Terencio, coinciden. Este último deja para la posteridad una frase fundamental sobre el tema “Nada es dicho que no se haya dicho antes”. Sí, a Terencio le parece que ya los temas empezaban a repetirse antes de que hubiera novela de caballerías, Hamlet, Quijote, Rayuela o incluso Terra Nostra. Mil años antes de Shakespeare ya había pues, refritos. Nada es dicho que no se haya dicho antes, eppure si muove...

            Y visto bajo ese eje temporal ya no nos debe sorprender que ciertas obras se parezcan, que los temas se repitan y que por supuesto, a veces uno como lector tenga la sensación de haber leído ya tal cosa alguna vez.

Ahora bien, conscientes de que la originalidad de alguna manera inexplicable y científicamente no verificable no se extingue, aceptemos que el autor jamás parte de la hoja en blanco cuando inicia su proceso creativo. Incluso, por muy inculto que sea, tiene canales de conocimiento que van formando su experiencia de vida, su ideología, sus gustos e incluso la estética que pueda desarrollar en sus obras.
Sí, el autor es pues aquel que crea. Ciertamente estoy a favor de que el autor reciba reconocimiento por su trabajo, pero veámoslo como un ente donde convergen no sólo varias voces sino también un bagaje cultural imposible de rastrear con lupa.


[1] En 1Q84 Murakami narra la historia de amor de Aomame, asesina a sueldo, y Tengo, editor que debe reescribir la novela de una adolescente. El público fanático del autor nipón –donde por sinceridad debo circunscribirme– se tragó los tres tomos de la novela. A pesar de la evidente referencia a la obra orwelliana, el puente tendido a 1984 se tambalea porque los paralelismos jamás se pasan a tinta, y quedan simplemente esbozados en grafito.
[2] Si bien Tengo es editor y conoce las triquiñuelas de las editoriales para posicionar libros en el mercado, este aspecto se ignora casi por completo en la novela. No se explora el papel del seudónimo, del corrector de estilo ni del ghostwriter. Sin duda, son conceptos fundamentales para enriquecer la discusión sobre la autoría, la originalidad y el plagio. Pero que dejaremos de lado para no adentrarnos en una complicación innecesaria dado que no es tema del presente ensayo tratar también obras no literarias sino comerciales (o literatura de masas).

jueves, 3 de julio de 2014

De autoría | I El autor


De autoría


y cosas peores

 

I El autor                      

Pensemos en una época donde ya sea por pudor, desconocimiento o costumbre no se menciona el nombre del creador de una obra. Supongamos que la obra pasa de boca en boca y que es en este viaje donde crece, se despoja de apéndices y se criban sólo los elementos necesarios que la forman. Imaginemos que en su camino la obra maduró tanto que llega hasta nuestros días como una obra clásica. Ahora pensemos que esto efectivamente sí ocurrió y que el título de esa obra es El cantar del Mío Cid. Tal suceso aconteció no sólo una, sino varias veces, gracias a la tradición oral de la Edad Media.

Continuemos en esta época y miremos a los lados, los versos de González de Berceo se cuentan como parte de la literatura clásica hispánica, así como el Libro del buen amor del Arcipreste de Hita. En la Edad Media puede decirse que la autoría no era algo de lo cual uno podía presumir ostentosamente, dado que con facilidad uno era tildado de vanidoso y poco humilde, es decir, mal cristiano. Había que dedicar la obra a un rey o noble, o mejor aún, a Dios, para así justificar el esfuerzo invertido en la obra artística. Poco después, en el siglo XVI seguimos reconociendo esta tendencia en un ejemplo significativo, Sor Juana, poetisa a la que todavía le cuesta aceptar como cualquier otra etiqueta, que es una autora.

¿Esta (falsa) modestia era motivada por cuestiones sociales y religiosas? ¿Podríamos imaginarnos en nuestros días comprar un libro de un autor desconocido? A menos que sea una peculiaridad, esto es, por supuesto, posible. Pero si no tratara de ello, en nuestros días parecería sospechoso ver un libro nuevo donde el autor no diera la cara –o mejor dicho, el nombre. Y no es que la portada que lleva el nombre de Orhan Pamuk asegure la existencia del autor turco. Pero ya dice mucho de nuestra concepción de qué es un libro: una producción artística adjudicada a uno (o varios autores) que se anuncian explícitamente en la portada[1]. Y al definirlo de esta manera tan poco teórica sino más bien práctica quiero resaltar el hecho de que creemos (1) que los libros los escribe alguien que es el autor y (2) que este sujeto es el creador del contenido de la obra. Es decir, Juan Rulfo creó a Pedro Páramo, le formó una vida, un pasado, un cuerpo. Y esto no es más que producto de él. Por eso, si se descubriera que Juan Rulfo en realidad no escribió Pedro Páramo, sino que fueron –por ejemplo– tres personas distintas no sólo causaría revuelo entre la infinidad de críticos que estudian su obra sino también en los intelectuales. El público lector quizás lo vería como una tomada de pelo y pudiera suceder que algún rulfiano dijera que son patrañas las acusaciones aunque hubiese pruebas contundentes. Pero más no pasaría. No obstante, si hipotéticamente Rulfo viviera ahora, y la novela estuviera “fresquita” y algo semejante ocurriera, a saber, que Paz fuera el autor, por ejemplo, en esta situación la respuesta del público y mundo literario cambiaría notablemente porque comenzaría una cacería de brujas. Los críticos defenderían a uno, acusarían al otro y las editoriales tendrían que esclarecer el problema antes de verse manchadas por un caso de plagio en su colección selecta de obras o tener que indemnizar a alguien en su defecto.



[1] Quizás como buena excepciones que confirman la regla debemos mencionar a las historietas y a los guiones de series cuya difusión es masiva. Si bien, ambas manifestaciones no son categorizadas como “libros” en un sentido tradicional, sí son manifestaciones que un inicio fueron escritas y ya paulatinamente se incorporan a la crítica literaria. Las historietas de superhéroes como Batman, Superman, Ironman varían en ocasiones sus autores y/o dibujantes. Las segundas sufren cambios más drásticos debido a su finalidad mercadotécnica. Es decir, son de autoría abierta.