domingo, 28 de febrero de 2016

Coco

–¡Salud! –llegó Coco a chocar su copa contra las nuestras, visiblemente faltas de tinto y blanco.

Diana arqueó las cejas y se dejó servir medio centímetro de tinto. Yo no podía negarme. El chico me sirvió momentos después. Mientras tanto preparaba una cascada de preguntas.

 –¿De dónde eres?
 –Méjico –mintió Diana sin despegar casi los labios.
–Como lo suponía, ¿y tú? –preguntó en un arco reflejo.
–De España –le seguí el juego a Diana al vernos de pronto con un loco simpático en un convite social cualquiera.

Quince preguntas después bajo el reflector del lobby, Diana pudo dar un segundo sorbo al vino. ¿Y si nos han servido algo más?, pensé sin dejarme dominar por la desconfianza.

 –¿De dónde eres? –Diana regresó el balón a la cancha contraria.
 –Perú, Iquitos.
 –Mira, nomás –dije yo desnudando mi acento mexicano.

Dos chispas de duda brotaron de la voz de Coco pero no bastaron para atar su lengua. Él siguió acosándonos con preguntas certeras de amistad forzada. Presumía saber de antemano la respuesta. Aseguraba saber solo de mirarnos si teníamos hermanos, si vivíamos solas, qué había en nuestra mesita de noche, si éramos fieles. Y nosotras contestábamos cualquier cosa. O al menos yo. Hasta que le preguntó a Diana por el móvil que usaba, que al parecer era de suma importancia.

–¿Dices que eso refleja quién es verdaderamente persona?
Por supuesto. Te define, te limita. Si algo sé yo, es saber ver a las personas.
–Vale, pues entonces –dijo ella sin ocultar más su acento madrileño–, dímelo tú.

Coco la miró, le dio dos vueltas sin decir nada. Se alejó y se volvió a acercar.

–Eres una chica iPhone –afirmó y sus ojos negros brillaron.

De la copa de Diana una gota aislada se despidió y cayó al suelo.

–Me marcho –dijo Diana y señaló hacia fuera. Había comenzado a llover.

Aunque lo intentó y la provocó un poco, Coco no tuvo suerte. Se le acabó la noche. Cinco preguntas más desfilaron bajo la luz de interrogatorio que apresaba a Diana. Pero ella sólo miraba su reloj.

–Te busco en redes –le dijo ella y abandonamos el lugar justo cuando arreció la lluvia.

Ella y yo nos despedimos sin decirnos nada. Intentábamos atajarnos del agua. En casa, sacudí el paraguas y me quité la ropa que goteaba. Posiblemente Diana llegaría pronto a la suya. Coco dijo que haría el camino a pie, que su piso quedaba cerca.

No sé por qué, pero estoy segura de que esa noche, él lamentaba no haberla seguido y ella jugueteaba con su móvil mientras intentaba olvidar la última frase que él le dijo: búscame como Coco Macías, el gato que bebe vino.

domingo, 21 de febrero de 2016

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Era una lengua maldita que había parido y criado la picaresca. Luego, fue trasplantada en injertos coloniales a territorios de ultramar. Sus retoños literarios dieron lugar –siglos después– a la sicaresca. Así de maldita era esa lengua.

domingo, 14 de febrero de 2016

Siete casas vacías (2015) | Samanta Schweblin


Venus, Argentina y Berlín
La primera vez que escuché de Samanta Schweblin fue en la librería La Rayuela que queda cerquísima de Südstern en Kreuzberg. Un paisano suyo, Hernán Marchese la alababa a diestra y siniestra en un curso de escritura.

Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978)
La segunda vez que me topé con su nombre fue en una entrevista que le hizo la revista Tierra Adentro y la cual llevaba el provocativo título “Nada que sea prescindible merece ser contado”, en ésta la autora trata de su proceso creativo y menciona sus influencias norteamericanas.


La argentina ha sido galardonada con el Premio Casa de las Américas 2008, el Premio Juan Rulfo 2012 y recientemente con el Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero con Siete Casas Vacías.

Siete casas vacías y una reseña incompleta

Publicado por Páginas de Espuma, Siete Casas vacías contiene siete cuentos en donde se narran historias muy diversas donde uno está en el filo del sillón entre leyendo y no queriendo avanzar más por lo delgado del libro.
Antes de empezar quiero simplemente decir que los cuentos reflejan en la práctica lo que la autora pregona en sus talleres de escritura creativa. El cuento tiene su propia estructura y dinámica, es económico, pero fuerte, preciso, rápido y cuenta dos historias: una superficial y otra subterránea.

Ciertamente en los textos, el lenguaje avanza y mueve a la historia, pero también hay que decir que en su avance va dejando joyas estilísticas inmejorables, sobre todo aquellas en las que podemos ver soledad, dejadez o locura de sus personajes. Aquí por ejemplo, uno de sus personajes, el señor Weimer, está velando a su hijo y es descrito de una manera indirecta pero contundente:

[…] esperó unos minutos conversando con otros invitados antes de volver y decirme casi al oído «acabo de descubrir quiénes son los chicos que vuelcan los tachos de basura. Ya no hay que preocuparse por eso». Esa clase de hombre.

Como no quiero echar a perder el contenido de los cuentos he decidido mencionar lo menos posible de la trama; así pues dejo esta reseña incompleta en tanto que no cuento de qué va el libro, sólo les aseguro que los cuentos no están vacíos.
La colección abre con Nada de todo esto, un cuento duro que ya desde el principio nos provoca vergüenza e incomodidad. Una chica, su madre y ese descontento de la madre por no tener lo que  desea y todo esto termina en locura. Con ninguna palabra se acusa a la desigualdad ni se la designa, ni se habla del malestar social o de la frustración, pero uno termina el cuento y es imposible no preguntarse a uno mismo cuál es nuestra propia azucarera o si acaso, no la hemos robado a nadie.

Mis padres y mis hijos es un cuento rápido e incómodo donde dos ancianos andan por el barrio desnudos y arrastran en su juego a sus nietos mientras sus padres divorciados y el novio de la esposa salen a la búsqueda. Este es uno de los dos cuentos de la colección donde uno sabe que la historia subterránea está cerquita, casi enfrente de uno mismo pero no aparece definida la condenada.
Pasa siempre en esta casa es posiblemente junto con Respiración cavernaria uno de mis favoritos. Dos familias tristes a su manera y por sus razones se van interconectando por la ropa que cae al jardín del vecino y sin decir nada se consuelan. Es una historia donde las palabras –y no los hechos- son las protagonistas y su existencia o ausencia determinan la historia:
Decir algo que resuelva este problema, me repito para no perder el hilo. Dije cosas muchas veces y, ya pronunciadas, las palabras ejercieron su efecto. Retuvieron a mi hijo, alejaron a mi marido, se ordenaron divinamente en mi cabeza cada vez que lavé los platos.

La respiración cavernaria es una historia compleja donde la protagonista está perdiendo la memoria y tiene como objetivo morirse. Si esto fuera poco, el narrador no consigue despegarse lo suficiente de ella para dejarnos diferenciar entre lo que está pasando y aquello que la mujer piensa que está ocurriendo.

-Te digo que alguien estuvo anoche en el jardín, deberías revisar que todo esté bien.
Él miró hacia la calle.
-¿Estás segura?
-Lo vi, atrás del árbol.
Él se puso la campera y salió. Ella lo siguió desde la ventana, lo vio caminar por el sendero de troncos que va hacia la reja, detenerse a la altura del árbol y mirar desde ahí hacia la calle. Le pareció que no revisaba a conciencia lo que ella le había indicado. No lo hacía nada bien, y pensó que así había sido toda su vida ese hombre, y que de ese hombre dependía ella ahora.

Cuarenta centímetros cuadrados es casi una estampa cotidiana que nos lleva a Buenos Aires, a un piso normal con una suegra que está sufriendo el divorcio. La nuera sale a comprarle sus aspirinas y, de repente, en el camino, se da cuenta quizás por primera vez de su ruina personal y su orfandad.
Un hombre sin suerte es un relato que ganó el Premio Juan Rulfo y fue agregado a esta colección. Una familia termina en el hospital porque una de las niñas de la familia se intoxicó. Todos salen al hospital, debido a un embotellamiento el padre no puede avanzar y en su desesperación pide a la otra hija que se quite su ropa interior y con ella ondea  para que lo dejen pasar. En la sala de espera la niña sana conoce a un hombre, un hombre sin suerte que la lleva a comprarse una nueva bombacha y se la lleva del hospital.

Salir es una historia de desamor y de todas esas cosas que uno sabe se deben de decir pero que uno mismo no es capaz de expresar. Una mujer sale de casa en bata, tiene que decir algo, pero ¿cómo?Una historia rara que claro, sólo podría pasar en una ciudad.

Maldad


Deseo que te dé SIDA.
Que se te rompa una zapatilla
en un día de gala justo cuando todos miran.
Deseo que el taxi
que te lleve a ver al hijo de puta con quien hablas
-y por el cual no me miras-
choque y te accidentes.
Deseo que cuando tú busques a alguien,
a tus hijos, a tus amigos, a tus parejas,
nadie de ellos tenga tiempo,
ni ganas de verte.
Deseo que el mundo te ignore
como tú me ignoras ahora
y bajas la mirada.
Deseo que nadie se ría de tus bromas
ni se conmueva con tus lágrimas.
Deseo que siempre pierdas el autobús
cuando estás cansada.
Deseo que en los días de lluvia
se te rompa el paraguas.
Deseo que pierdas tu trabajo por estúpida.
Deseo que nadie te recontrate jamás.
Deseo que sientas mil veces el coraje
que te tengo yo ahora
y me quema la garganta.
Deseo que la vida te cierre la ventanilla
en la cara, en las narices,
como tú lo hiciste conmigo
un minuto antes de que terminara
tu horario oficial de atención.

domingo, 7 de febrero de 2016

Felicidad

Es cuando en la noche te despiertas
porque una enana te ha puesto el traserito en la cara
y te ha despertado.
Es cuando una mano tibia menudita te toma de sorpresa por la calle.
Es bailar sin tapujos a 4 grados por la calle.
Es ver a dos personas, durmiendo, antes de salir a trabajar.
Es ver a esas dos personas siendo las mejores amigas.
Es ver jugar a esa enana.
Es ver a su madre trenzándole el pelo.
Es llevar un duende en los hombros y suplicarle que no me asfixie.
Es decirle “en serio”.
Es olerle el cuello.
Es entrar al departamento y ver botitas atravesadas  en el pasillo.
Es ponerle esferas al árbol de Navidad para que las aprecie el duende

y darle por fin un sentido a la Nochebuena.
Es sentir los brazos, la espalda y las piernas cansadas después de haber jugado al gigante.
Es tener en el regazo un colobrí inquieto.
Es hacer pizzas de cera con ese colibrí.
Es arrastrar un trineo y aventar nieve con treinta años por vez primera.
Es hablar de la pierna curupira del duende y saber que todavía camina.
Es hacer una fogata a cero grados y bailar alrededor de ella.
Es, sin esperarlo, escuchar villancicos navideños y entenderlos por vez primera.