Venus, Argentina y
Berlín
La primera
vez que escuché de Samanta Schweblin fue en la librería La Rayuela que queda
cerquísima de Südstern en Kreuzberg. Un paisano suyo, Hernán Marchese la
alababa a diestra y siniestra en un curso de escritura.
Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978)
La segunda
vez que me topé con su nombre fue en una entrevista que le hizo la revista
Tierra Adentro y la cual llevaba el provocativo título “Nada que sea prescindible merece ser
contado”, en ésta la autora trata de su proceso creativo y menciona sus
influencias norteamericanas.
La argentina ha sido
galardonada con el Premio Casa de las Américas 2008, el Premio Juan Rulfo 2012
y recientemente con el Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero
con Siete Casas Vacías.
Siete casas vacías y una reseña incompleta
Publicado por
Páginas de Espuma, Siete Casas vacías contiene siete cuentos en donde se narran
historias muy diversas donde uno está en el filo del sillón entre leyendo y no
queriendo avanzar más por lo delgado del libro.
Antes de
empezar quiero simplemente decir que los cuentos reflejan en
la práctica lo que la autora pregona en sus talleres de escritura creativa. El
cuento tiene su propia estructura y dinámica, es económico, pero fuerte,
preciso, rápido y cuenta dos historias: una superficial y otra subterránea.
Ciertamente en los textos, el lenguaje avanza y mueve a la historia, pero también hay que
decir que en su avance va dejando joyas estilísticas inmejorables, sobre todo
aquellas en las que podemos ver soledad, dejadez o locura de sus personajes.
Aquí por ejemplo, uno de sus personajes, el señor Weimer, está velando a su hijo y es descrito de una
manera indirecta pero contundente:
[…] esperó
unos minutos conversando con otros invitados antes de volver y decirme casi al
oído «acabo de descubrir quiénes son los chicos que vuelcan los tachos de basura.
Ya no hay que preocuparse por eso». Esa clase de hombre.
Como no
quiero echar a perder el contenido de los cuentos he decidido mencionar lo
menos posible de la trama; así pues dejo esta reseña incompleta en tanto que no
cuento de qué va el libro, sólo les aseguro que los cuentos no están vacíos.
La
colección abre con Nada de todo esto, un cuento duro que ya desde el
principio nos provoca vergüenza e incomodidad. Una chica, su madre y ese
descontento de la madre por no tener lo que desea y todo esto termina en locura. Con
ninguna palabra se acusa a la desigualdad ni se la designa, ni se habla del
malestar social o de la frustración, pero uno termina el cuento y es imposible no preguntarse a uno
mismo cuál es nuestra propia azucarera o si acaso, no la hemos robado a nadie.
Mis padres
y mis hijos es un cuento rápido e incómodo donde dos ancianos andan
por el barrio desnudos y arrastran en su juego a sus nietos mientras sus padres
divorciados y el novio de la esposa salen a la búsqueda. Este es uno de los
dos cuentos de la colección donde uno sabe que la historia subterránea está
cerquita, casi enfrente de uno mismo pero no aparece definida la condenada.
Pasa
siempre en esta casa es posiblemente junto con Respiración cavernaria uno de
mis favoritos. Dos familias tristes a su manera y por sus razones se van
interconectando por la ropa que cae al jardín del vecino y sin decir nada se
consuelan. Es una historia donde las palabras –y no los hechos- son las
protagonistas y su existencia o ausencia determinan la historia:
Decir algo
que resuelva este problema, me repito para no perder el hilo. Dije cosas muchas
veces y, ya pronunciadas, las palabras ejercieron su efecto. Retuvieron a mi
hijo, alejaron a mi marido, se ordenaron divinamente en mi cabeza cada vez que
lavé los platos.
La
respiración cavernaria es una historia compleja donde la protagonista está
perdiendo la memoria y tiene como objetivo morirse. Si esto fuera poco, el
narrador no consigue despegarse lo suficiente de ella para dejarnos diferenciar entre
lo que está pasando y aquello que la mujer piensa que está ocurriendo.
-Te digo
que alguien estuvo anoche en el jardín, deberías revisar que todo esté bien.
Él miró
hacia la calle.
-¿Estás
segura?
-Lo vi,
atrás del árbol.
Él se puso
la campera y salió. Ella lo siguió desde la ventana, lo vio caminar por el
sendero de troncos que va hacia la reja, detenerse a la altura del árbol y
mirar desde ahí hacia la calle. Le pareció que no revisaba a conciencia lo que ella
le había indicado. No lo hacía nada bien, y pensó que así había sido toda su
vida ese hombre, y que de ese hombre dependía ella ahora.
Cuarenta
centímetros cuadrados es casi una estampa cotidiana que nos lleva a Buenos
Aires, a un piso normal con una suegra que está sufriendo el divorcio. La nuera
sale a comprarle sus aspirinas y, de repente, en el camino, se da cuenta quizás
por primera vez de su ruina personal y su orfandad.
Un hombre
sin suerte es un relato que ganó el Premio Juan Rulfo y fue agregado a esta
colección. Una familia termina en el hospital porque una de las niñas de la familia se
intoxicó. Todos salen al hospital, debido a un embotellamiento el padre no puede avanzar y en su desesperación pide a la otra hija que se
quite su ropa interior y con ella ondea
para que lo dejen pasar. En la sala de espera la niña sana conoce a un
hombre, un hombre sin suerte que la lleva a comprarse una nueva bombacha y se
la lleva del hospital.
Salir es
una historia de desamor y de todas esas cosas que uno sabe se deben de decir
pero que uno mismo no es capaz de expresar. Una mujer sale de casa en bata, tiene que decir algo, pero ¿cómo?Una historia rara que claro, sólo
podría pasar en una ciudad.