viernes, 14 de octubre de 2016

El turno del escriba (2005)| Graciela Montes y Ema Wolf


“Y si la palabra no vibraba al contar, si no vibraba ni siquiera un poco, si la convicción se debilitaba, si el narrar mantenía la apariencia pero no la consistencia, aunque la cabeza del que contaba estuviese llena de cosas maravillosas como un cofre turco, el interés del que escuchaba, y con él la sorpresa, se escurría.”

Con un título muy prometedor empieza la novela ganadora del Premio Alfaguara 2005. Descubro además que una de las autoras es precisamente una que me encanta leerle a mis sobrinos, Graciela Montes, que además tiene ensayos interesantísimos sobre la literatura infantil.

Así que tomo el libro, las primeras páginas me dejan percibir un estilo cuidado, esmerado. Todo apunta a que habrá una inmensa reconstrucción histórica. Me reacomodo en el sofá y continúo. Todo sigue igual varias páginas después. El ritmo sigue imponiéndose al lector, mucha descripción, frases que están ahí para ser releídas y disfrutadas. ¿Está pasando algo realmente en el libro?

 

Leer y ópera

“La ciudad es un gran anfiteatro desde el que es posible presenciar la escena final de un drama.”

Pronto, en realidad no muy pronto, me doy cuenta de que este libro es como la ópera. Hay que llegar con el resumen de la trama leído y no esperar que sea el espectáculo quien nos informe de qué va ni quién es quién. Así es este libro y no cuenta más que lo que hay en su título: el turno del escriba. Daba lo mismo que fuera un escriba de otro viajero, de otro siglo. Se trata de acercarnos lo más posible a ese placer y necesidad casi fisiológica que tiene el escriba por narrar historias. Para mí de eso va el libro.

 

Resumen

Pero leyendo la contraportada, vemos otra presentación. La novela se sitúa en 1298 cuando el escriba Rustichello de Pisa, rehén de guerra, conoce a Marco Polo. Este le cuenta a Rustichello de sus viajes y al escriba se le ocurre narrar de aquellas tierras. En toda la novela el escriba se la pasa consiguiendo papel y piensa a quién podría interesarle un manuscrito allí. También nos enteramos de cómo Marco Polo aburre a Rustichello con tanto detalle técnico de sus viajes.

 

¿Y ya?

A pesar del ritmo, de que no haya nada de suspenso y que pensemos que esta es la novela más aburrida del Premio Alfaguara, me gustaría apuntar un aspecto positivo. Si pensamos en que ya conocemos “la ópera” y nos dedicamos sólo a ver el lenguaje, entonces podemos rescatar esa devoción de las autoras por el trabajo de un escriba, que para mí es de lo que va la novela –no va de Marco Polo ni de Rustichello, es una declaración de amor al escriba / al escritor y esto por desgracia a veces está un tanto en contra de los placeres del lector. Aquí pues, dejo rescatadas esas frases donde acompañamos a Rustichello en sus tribulaciones.

“Hablaba a gran velocidad y en tiempo presente, de modo que lo narrado no tomaba la forma de cuento sino que se desplegaba ante el interlocutor como una alfombra abigarrada de escenas simultáneas y sostenidas a la que uno podía montarse en cualquier momento.”

“Hace un boceto del dibujo con que adornará la portada, algo modesto: un pequeño retrato de sí mismo escribiendo, como un evangelista redactando su Evangelio.”

“Agoniza de pronto ante la idea súbita de que el libro ya esté escrito, y la espanta como a un mal pájaro”.

“Rustichello no puede parar de pensar en su nueva condición de escritor completo, a la que apenas empieza a acostumbrarse. Navega en una barca inestable a punto de zozobrar a cada instante.”

“Titubea, tiene miedo de olvidarse de todo. Las historias son frágiles –ahora lo sabe–, con facilidad se pierden.”

“Tal vez le convendría empezar a afear la letra. ¿Sería inagotable el don de la escritura? –se formula la íntima pregunta mientras afina la punta del cálamo con la cuchilla–, ¿o más bien un don medido, parco, una dosis para cada escritor, en estricta justicia, con lo que él posiblemente, tan pródigo en sus textos, acabaría por quedarse corto de trazos mucho antes de concluir la obra?”

Por supuesto, no hay que olvidar esos pasajes –a mi gusto le hubieran dado un poco de universalidad al texto– donde se habla sobre el hecho a narrar: dónde queda la libertad creativa para atraer al otro y dónde se acomoda la mentira, el atajo, la tergiversación de una realidad que se presenta como verdadera.

“Rustichello cabeceaba. […] Ni en sueños incluiría eso en el libro. […] Se consideraba libre de decidir qué poner y qué quitar, y hasta dónde el sentido común le indicaba, antes de que malgastar pliegos anotando revoltijos de números prefería tragarse todas sus plumas.”

“Sutilmente, con rodeos, distrayendo la voz, hasta se permitió sugerir que si algunos de esos ingredientes –se refería a los milagros, los topacios, los cuernos– estaban ausentes de aquellos lugares, no necesariamente tenían que faltar en el libro, y una vez que estuvieran en el libro sería casi lo mismo que si estuvieran en los lugares.”

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