sábado, 5 de julio de 2014

De autoría | II Las virtudes del escritor


II Las virtudes del escritor

“La obra es del escritor y de nadie más” escuché decir a un colega de trabajo, que sin ser un lector asiduo hacía referencia a un caso escandaloso de plagio en Alemania en 2010 al que me referiré en el tercer apartado. Tres años después de este escándalo, Haruki Murakami, haciendo buen uso de su prestigio y su facilidad para contar historias donde apenas sólo hay anécdotas, embiste el mito de la autoría bajo un tono solemne, casi pudoroso en 1Q84[1]. Primeramente, haciendo alusión a la obra 1984 de George Orwell, nos presenta una nada compacta historia de amor. Murakami plantea que es posible contar con obras cuyo origen no es único. Es decir, el autor nipón, que ha desplegado un mundo paralelo en 1Q84, desarrolla una historia donde el protagonista, Tengo[2], posee la capacidad de reconocer buenas historias, aunque las propias no lleguen a serlo. Se le pide por encargo corregir una novela pésimamente escrita para hacerla merecedora de un premio literario. Aquí parecería ser que no hay peor dilema ético para Tengo que tocar una obra que no es suya y tomarle el pelo a los demás vendiéndola como la novela de una adolescente. El hecho de reescribir no es una cuestión discutible, piensa Tengo, es más bien, lo que se pretende alcanzar reescribiendo la novela, eso es lo sucio y poco ético.

Si bien, esta trama no guía los hilos de la novela, ya deja traslucir el pudor que puede suscitar hablar de autoría en pleno siglo XXI. ¿Tenía Tengo derecho de tocar una novela que no era suya? Esta pregunta es rápidamente contestada. Tengo concluye que es más importante la obra, que el autor. ¿Deja de ser la novela origen de esa inexperta escritora? No, Tengo se convence de que no fue fortuito el hecho de que esa novela llegara a sus manos, es decir, que él no estaba destinado a contar la historia –sino la adolescente– pero él sí a escribirla, o bien, ordenarla narrativamente.

Aquí me toma desprevenida un remordimiento, ¿acaso mi bagaje como editora me ciega en esta discusión y ya dejé de ver como algo sagrado e intocable el texto de un autor? ¿Tiene menos mérito un escritor si un buen corrector de estilo le organiza el texto? ¿Acaso los autores realmente están dispuestos a entregar sus textos sin ser revisados al menos por su consorte, editor u otros autores? ¿Y los lectores estamos preparados para ello?

            Los textos son productos no acabados, que van siendo modelados por sus autores y su entorno. No hay que sacralizar nada. Pero tampoco hay que mirar la portada de un libro pensando –inocentemente– que Orhan Pamuk se ha olvidado de todas sus lecturas previas, sus experiencias personales o sus anteriores obras al escribir Rojo. Me parece romántico e incluso cándido pensar que sólo una pluma ha pasado por el texto y lo peor aún, que sólo una persona lo ha creado.

            Como no espero convencer con las líneas anteriores, debo recurrir al siglo XIX. Vayamos primero a Chalco, donde Manuel Payno está dejando morir a Cecilia en Los Bandidos de Río Frío. ¡Basta!, dice el lector que se ha encariñado hasta las cachas con ese personaje y escribe indignado al periódico para que el autor cambie de opinión y no mate a la pobre mujer, quien será rescatada por supuesto en capítulos subsecuentes a pesar de que el autor tenía otro final para ella. Porque ése precisamente es el punto, la obra de repente ya está en boca de todos y se ha vuelto un bien común. Así al menos lo indican, por ejemplo, las miles de cartas que siguen llegando a Backer Street no para Conan Doyle, sino para Sherlock Holmes, personaje que también fue resucitado a pedido de los lectores.

            ¿Acaso es –pregunto despojada de mi posición de editora y revestida con mi piel de lectora– el autor el único que decide en su texto? ¿No tenemos nosotros también nuestros derechos como devotos lectores?

            No, no. Me rebaten aquí. Pero si es precisamente a ellos, a los autores, a quienes se les ocurren esas historias. Fue Payno quien sacó a Cecilia de morir ahogada, fue a Conan Doyle a quien se le ocurrió crear a Holmes y resolver casos en actos de prestidigitación. No al lector. Tal vez, eso no lo sabemos. Lo que sí podemos suponer es que ellos identificaron una historia a través de sus observaciones. Esa es pues la primera virtud del autor: observar y a partir de allí crear la historia. El ejemplo por antonomasia de esta afirmación es Gabriel García Márquez. En su quehacer periodístico, el autor colombiano pudo ver más allá de la nota roja, y fue así que abrió ventanas para contactar con la sociedad a través de hechos aparentamente prescindibles, por ejemplo, en El ahogado más hermoso del mundo, el autor consigue engarzar la historia de colonización y la actualidad colombiana para sugerirle al lector que voltee a ver qué lo rodea: nada. La capacidad de identificar historias es pues una característica esencial en el autor.

            La segunda sería la manera de contarlas. Arturo Pérez Reverte publica en 2002 La Reina del Sur, de la cual las televisoras incluso ya sacan jugo como telenovela. La novela está dedicada a Élmer Mendoza, que según las malas lenguas fue quien tuvo la idea. Pero, ¿quién la escribió? Fue Reverte quien acomodó las piezas y tomó hasta la última gota de información de Mendoza para nutrir la obra. Sea Mendoza el gestador de la historia o no, fue Reverte quien tomó el bolígrafo para narrar la historia, eso sí, con unos descuidos enormes donde los personajes mexicanos terminan empleando el vosotros y las expresiones mexicanas –o mexicanismos para usar la terminología de la Real Academia– aparecen en contextos que ni los ibéricos, ni nosotros entendemos. ¿Alguien habría prestado oídos al tema si Élmer Mendoza hubiera publicado una novela semejante? Y en el debate hasta Heriberto Yépez sale despotricando contra Reverte. Para mí, concédaseme el beneficio de la fe ciega en la creación literaria, importa a veces más el cómo que el qué. La manera de contar es la segunda característica mínima, o bien, segunda virtud. No importa que se base el autor en historias ya contadas, sino en cómo las está tratando. Así, pues, no es raro ver a ensayistas que se llevan el crédito por cuestiones teóricas que los expertos pudieron elucidar (a otros expertos) pero no así a un público general. En el ensayo es donde mejor se comprende la importancia de saber cómo pronunciar una idea, aunque el tema en sí ya sea viejo.

Por supuesto que esto ahora no tiene valor alguno porque lo avala Juan Pérez. Apoyémonos pues en los hombros de un gigante, Picasso afirmó que “los buenos artistas copian, los grandes roban”, nótese aquí que no se trata de tomar algo y presentarlo de igual manera (copiar), sino que se trata de darle una plusvalía, para ello hay que adueñarse del objeto estético, o bien, hay que robarlo. En este punto no se trata de justificar el plagio, entendido aquí como una copia dolosa, no como un robo doloso. Se trata más bien de exponer la libertad que tiene un artista por tomar tanto la realidad, como las reflexiones que ya se han hecho de la misma a un grado tal que se la despoja de su autor, para así poderla trabajar libremente (virtud dos) y entregar algo mayor. Y bajo esta línea no solo Voltaire, Gauguin sino también un griego anterior a la era cristiana –no podía faltar, porque para eso existieron los griegos, para nombrar todas las cosas–, Publio Terencio, coinciden. Este último deja para la posteridad una frase fundamental sobre el tema “Nada es dicho que no se haya dicho antes”. Sí, a Terencio le parece que ya los temas empezaban a repetirse antes de que hubiera novela de caballerías, Hamlet, Quijote, Rayuela o incluso Terra Nostra. Mil años antes de Shakespeare ya había pues, refritos. Nada es dicho que no se haya dicho antes, eppure si muove...

            Y visto bajo ese eje temporal ya no nos debe sorprender que ciertas obras se parezcan, que los temas se repitan y que por supuesto, a veces uno como lector tenga la sensación de haber leído ya tal cosa alguna vez.

Ahora bien, conscientes de que la originalidad de alguna manera inexplicable y científicamente no verificable no se extingue, aceptemos que el autor jamás parte de la hoja en blanco cuando inicia su proceso creativo. Incluso, por muy inculto que sea, tiene canales de conocimiento que van formando su experiencia de vida, su ideología, sus gustos e incluso la estética que pueda desarrollar en sus obras.
Sí, el autor es pues aquel que crea. Ciertamente estoy a favor de que el autor reciba reconocimiento por su trabajo, pero veámoslo como un ente donde convergen no sólo varias voces sino también un bagaje cultural imposible de rastrear con lupa.


[1] En 1Q84 Murakami narra la historia de amor de Aomame, asesina a sueldo, y Tengo, editor que debe reescribir la novela de una adolescente. El público fanático del autor nipón –donde por sinceridad debo circunscribirme– se tragó los tres tomos de la novela. A pesar de la evidente referencia a la obra orwelliana, el puente tendido a 1984 se tambalea porque los paralelismos jamás se pasan a tinta, y quedan simplemente esbozados en grafito.
[2] Si bien Tengo es editor y conoce las triquiñuelas de las editoriales para posicionar libros en el mercado, este aspecto se ignora casi por completo en la novela. No se explora el papel del seudónimo, del corrector de estilo ni del ghostwriter. Sin duda, son conceptos fundamentales para enriquecer la discusión sobre la autoría, la originalidad y el plagio. Pero que dejaremos de lado para no adentrarnos en una complicación innecesaria dado que no es tema del presente ensayo tratar también obras no literarias sino comerciales (o literatura de masas).

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