Me detengo en medio de la acera,
y dejo que el peso de las compras extienda
los músculos de mis brazos.
Se me acaba de olvidar adónde era que iba
o regresaba.
Es que uno va envejeciendo
y desaprendiendo los hechos.
Me habían dicho que ocurría,
pero yo desatendí el consejo.
En medio de un cruce, en una esquina
cualquiera,
se derriten mis productos congelados.
Y yo sé que iba a alguna parte.
¿Adónde era que iba?
Recuerdo que iba caminando y súbitamente
me percaté del hecho.
Comencé a desaprender.
Dejé de comprender todo aquello que sabía.
Dejé de entender por qué la gente espera con estúpido
embeleso
las vacaciones de playa,
aquellas cerca del mar.
Como si las quemaduras,
el viento
y la humedad
no (me) hubieran sucedido.
Es otro recuerdo, de otro lugar.
Dejo de entender la gente.
Descifro sus palabras pero ya no sé qué dicen.
Sus frases se apilan y cubren las fachadas
de azulejos polimorfos.
Será que las palabras
sólo sirven para disfrazar
instantes de silencio.
Dejo de entender por qué la gente se levanta,
desayuna. Y va a trabajar.
Como si no supieran que esta hélice
va a pasar una vez más.
Y a la vuelta sesga lo que faltó llevar.
Dejo de entender -ignorante de mí- mi lengua,
mi color.
Y mientras más lugares recorro, más ignorante aparezco,
ya no sé
si aquello a lo que vine realmente existía
o era un vano motivo de huida.
Olvido, (desatiendo, desaprendo,) desando
me desdigo.
Gotean las compras.
Aprieto los puños
y entonces las asas me cortan los dedos
y piadosas me recuerdan
cuál era el motivo de las compras.
Traje todo menos por lo que había salido.
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