domingo, 7 de diciembre de 2014

La conferencia de los animales | Erich Kästner

Estaba picando por allí y por allá. Me salió un librito de Kästner y me puse a leerlo. La conferencia de los animales se publicó en 1949. Un tiempo seguramente nada fácil en el continente europeo.

El libro me parece por desgracia bastante actual. Comienza cuando después de una reunión entre líderes internacionales, no se llega a ningún acuerdo. Los animales, preocupados por la situación del planeta, y sobre todo por el futuro de los niños, organizan una conferencia. En ella, intentarán presionar a los líderes políticos para restablecer la paz y acabar con las diferencias.

Por supuesto, esto no va a ser fácil de resolver. Los políticos no están de acuerdo. Los animales presionan dos veces, pero no logran cambiar la actitud de los seres humanos. Hasta que... se les ocurre un plan maestro para que realmente los seres humanos por fin firmen un acuerdo de paz, tumben las fronteras y se viva sin problemas, ni guerra.

El plan por supuesto es magnífico: se llevan a todos los niños del mundo y dan un ultimátum a los líderes. Los niños escondidos están mientras tanto siendo cuidados por animales y no la pasan nada mal. Pero sí sus familias. Ante tanta presión, los políticos ceden y firman el contrato.

¡Qué lástima que esto solo pase en los libros!

Excelentemente bien escrito. Ese Kästner...

miércoles, 6 de agosto de 2014

Plegaria por un Papa envenenado (2014) | Evelio Rosero

Muerte de Juan Pablo I


El Papa Luciani había muerto de un ataque al corazón, un infarto al miocardio por una sobredosis de su propia medicina: ningún médico se atrevió a firmar y confirmar semejante veredicto. No hubo autopsia.(Plegaria, p. 52)
 
Ya lo había comentado en alguna otra reseña de Evelio, yo soy devota lectora suya. Los ejércitos me fascinó, así como En el lejero. El autor como bien lo presume Tusquets, es el heredero de García Márquez. Rosero tiene una prosa única y diferenciada.
 
En la nota que da el propio autor sobre el tema, se presenta honesto y explica su interés para comprender mejor el contenido. Como justifica, él tiene la libertad de expresar situaciones, llenar huecos, hacer conjeturas en aquellos resquicios que el investigador no por falta de pruebas. Aquí, en Plegaria por un Papa envenenado, hace nuevamente buen uso de recursos literarios. El tema es claro: Juan Pablo I 33 días de asumir el pontificado muere. Rumores de asesinato no se hacen esperar. Hasta la fecha sigue siendo un lugar espinoso para el Vaticano.
 
Pero él, como novelista, puede hablar, hacer reflexiones a través de sus personajes. Evelio no guarda sorpresas en su texto. Acusa a figuras religiosas de envenenar al Papa, de desaparecer documentos importantes. Y durante todo el texto se pasa anunciando que el Papa morirá. Nada podrá evitar ese hecho. ¿Cómo salva la narración?
 
Una vez presentado el Papa, recorre los hechos saltando entre pasado y momento de pontificado. Recordando el carácter del Papa; sus palabras y los cambios que quería hacer en el Vaticano.
 
(el Papa) tenía varios documentos aferrados las gafas ladeadas sobre la cara, la boa en un rictus de dolor: en esos documentos, y según lo que el mismo Luciani había advertido que iba a hacer, acababa de firmar las destituciones y confinamientos que pensaba realizar de inmediato para purificar la Iglesia, documentos que después el cardenal Villot se encargaría de desaparecer para siempre (entre ellos su propia destitución, que el Papa le había anunciado doce horas antes), así como el testamento del Papa, sus sandalias y su frasco de remedio: las gotas que Luciani debía beber por prescripción de su médico -pues tenía la tensión baja, lo que menos ayuda a un ataque al corazón. (Plegaria pp.53)

Y en esta sarta de acusaciones ni siquiera el bonachón de Juan Pablo II escapa:
 
Lo primero que hizo el sucesor de Juan Pablo I -después de la muerte por envenenamiento de un Papa-, fue dictaminar que en adelante ningún cónclave padecería de falta de agua, lavamanos y duchas individuales, aire acondicionado, de buen pan y excelente vino, eso dictaminó Karol Wojtyla, tibio sucesor de Luciani. Lo dictaminó en primera instancia, en vez de ordenar investigar la más que extrañísima muerte de Albino Luciani (Plegaria, p. 52)
 
No quiero aquí mencionar los datos que incluye para desacreditar a los hombres del Vaticano así como ciertas tendencias de la iglesia. Lo que me parece bien resaltar es que de una manera directa enlista los vicios que se comenten en la Iglesia y que deberían ser castigados. El texto es en suma una defensa a la fe, a la buena iglesia pero es un alegato a los hombres que tras su puesto religioso toman botín de los fieles. Por eso considero que es una lectura bastante interesante -incluso para mí que soy atea.
 
Luciani muere. ¿Se acaba la narración? No. Evelio le hace un homenaje. Así como el Papa escribió cartas a autores, Evelio lo reúne con ellos en el Infierno a la manera dantesca -¿a quién si no a Dante habría de recurrir Evelio?-. Y lo pone a sufrir y a la vez maravillarse con aquellas figuras que él admiró en vida y que se atrevió a citar en sus sermones.
 
Esta parte sin duda es la frutilla del postre. Cerca del final.
 
-No puedes vernos a nosotros, pero nosotros sí te vemos.
-Deberías sentarte en la negrura y descansar a nuestro lado: nada ni nadie te quemará: de eso no se trata.
-Pero no sigas yendode aquí para allá en busca de luz que no la encontrarás.
-Aquí no hay luz, Luciani.
-¿En dónde estoy? -les preguntó-. ¿Quiénes me hablan?
-Somos Goethe, Marlowe, Dickens, Chesterton, Petrarca, Scott, Twain...Somos muchos de esa riada. Somos cientos. Aquí medramos todos, antiguos y modernos.
-Y estamos en el infierno, Luciani, ¿en dónde más podríamos estar los escritores?
 
(...)
 
-Pero tú no sueñas, Luciani. Tú estás muerto. Cuando acabes de entenderlo caerá la luz dentro de ti y podrás vernos a los ojos. Y te verás idéntico a nosotros.
 
Entonces fue como si Albino Luciani abriera los ojos, y pudo verlos a todos, y se horrorizó. Pensó en Dios y abrió realmente los ojos: allí seguía, con los del infierno.

Fumata blanca | Joaquín Navarro-Valls

Todo se vende -hasta la muerte de papas

 
Topé con este librito sobre los papas Pablo VI, Juan Pablo I y II por una sencilla razón. Evelio Rosero sacó una novelita sobre el asesinato de Juan Pablo I y me puse a buscar un libro alterno no de tipo ficcionalizado. Descubrí entre los libros de mi madre que tenía "Fumata blanca".
 
El libro es una compilación de sus notas cuando estaba como corresponsal de ABC, quien luego sería portavoz del Vaticano 22 años. Claro, no pudo dejar pasar la ocasión y las reunió todas para después venderlas en formato libro. Supongo que el gancho le funcionó. Porque hay mucha información repetida y formulada con esa dramatización que tienen los periodistas para enganchar al lector cuando el tema no da más.
 
No sólo no hubo corrección de texto, sino que tampoco se depuraron las fuentes y los comentarios. Por eso me animo a enfatizar el hecho de que la razón fundamental para publicar el libro fue económica no cualitativa. Un punto criticable también es el hecho de que el periodista no se despega de su fe católica para hacer su visión de los hechos más objetiva. Razón por la cual no me sirvió casi la lectura. Yo quería saber más del papa envenenado, sin embargo me topé con esta defensa mal argumentada por parte del periodista:
 
"Ni siquiera se ha respetado ahora la muerte de un Papa. Una agencia de noticias, retrasada en su información por la incompetencia de sus redactores, quiso conquistar un espacio para los propios despachos en la Prensa internacional el mismo día en que se conoció la muerte de Juan  Pablo I. Si no se dio a tiempo la información justa, quizá se podría recuperar el tiempo perdido con la difusión de una sospecha gratuita. Y así, en la mañana del día 29, alguien transmitió la posibilidad (la sospecha) de que el  Papa habría sido asesinado."
 
Sin embargo hay un punto positivo, las transcripciones de los sermones y discursos de los papas; porque son estos finalmente los que permiten percibir lo que en su momento defendieron estas figuras.
 
Como sea, es el primer libro que leo de este tipo. No sé si leería otro de este tipo sin motivación.
 

lunes, 7 de julio de 2014

Truman Capote | Desayuno en Tiffany´s

Truman Capote (1924-1984)

Truman Capote es de aquellos autores que no necesitan presentación. Habría que empezar por mencionar que es autor de In cold blood, obra que inaugura la hard novel policiaca y que le llevó cerca de seis años de trabajo. Pero vayámonos hacia atrás, con 23 añitos presenta su primera novela Other Voices, other rooms, la cual es celebrada por la crítica.

Me niego a reproducir aquí una biografía que se puede encontrar en varias lenguas y resumo simplemente hechos de su vida: al igual que García Márquez, mucho de su estilo se lo debe al periodismo. Tuvo una crisis existencial por los 45 que lo llevó a irse de gira con los Rolling Stones. Se volvió alcohólico y adicto a estupefacientes. Tuvo un periodo oscuro e infértil de ocho años de duración –con el cual a mis ojos luce mucho más humano. Retoma su prosa en 1975 con confesiones sobre sus amigos de la alta sociedad, lo cual, por supuesto habría de traerle problemas y rupturas.

Nuevamente cae en una onda destructiva –¡qué raro es escribir esto!–, quiero decir, nuevamente entra en crisis. O quién sabe, tal vez terminó por buscar otras vías para reencontrar inspiración o la escritura no le daba ya asilo. El problema es que comenzaron las alucinaciones, las visitas a los psiquiátricos hasta que en 1984 muere por sobredosis de tabletas.

Pero ahí no acaba la historia, en 2004 se encuentra un manuscrito suyo que contenía su –verdadera– primera novela, una obra que escribiría por ahí de los diecinueve años. Y recordemos claro, que una película sobre su vida sale un año después, Capote (de Benneth Miller), que le daría en 2006 el Oscar a mejor actor a Philip Seymour.

 

Holly Golightly, oh, qué señorita | Desayuno en Tiffany´s

Los hombres no saben hablar de casi nada. A los que no les gusta el baseball, les gustan los caballos, y si no les gusta ninguna de las dos cosas, bueno, seguro que de todos modos me he metido en un lío: tampoco les gustan las chicas.

¿Quién es esta señorita que parece de Kansas, entremezcla galicismos en sus charlas y en su inocencia nos parece tan pragmática y en su madurez tan cínica?

Desayuno en Tiffany´s (1958) es una novela brevísima de esas que de verdad ganas de leer de una sentada (se filmó asimismo la película homónima en 1961 con Audrey Hepburn). Extremadamente ágil en el ritmo, con varias anécdotas donde uno no sabe bien adónde llevará el viaje. El narrador, un joven que quiere volverse escritor, contará sobre una peculiar vecina, que sin querer lo pone en contacto con figuras de la alta sociedad o con poder, sean ellos nazistas, gánsteres, millonarios. Todos parecen estar unidos por la figura tan inasible de Holly Golightly, quien curiosamente se despidió de su sueño de ser actriz, está casada, visita a un gánster en la cárcel y se deja seducir no sólo por uno sino por varios galanes; hasta terminar comprometida con el ex novio de una de sus amigas.

Sabía muy bien que jamás llegaría a ser una estrella de cine. Es demasiado esfuerzo; y, si eres inteligente, da demasiada vergüenza. Me falta el suficiente grado de complejo de inferioridad: para ser una estrella de cine hay que ser, según dice la gente, tremendamente narcisista; de hecho, lo esencial es no serlo en absoluto.

Si han tenido ustedes una amiga, de aquellas que pisotean o maltratan a ciertos amigos, pero que es simpática de una manera inexplicable; que es necia e irreverente y que en su propio egocentrismo uno le tiene que rendir pleitesía, entonces sabrán con seguridad cómo es Holly. Y conocerán esa extraña adicción que causa. A mí me recordó la Holly Golightly de la infancia. ¿Qué hará ella ahora? ¿Me recordará?

Holly es la típica mujer que detestan aquéllas que faltas de belleza o autoestima, se encolerizan cuando ven un enjambre de hombres ser manipulado sin la mínima desfachatez por una mocosa, por una mujer cuyos medios sin abiertamente sus atributos físicos y los usa sin empacho.

No hay nada en el mundo que deteste tanto como los hombres que te dan mordiscos. –Se abrió un poco el albornoz gris para mostrarme las pruebas de lo que ocurre cuando un hombre da un mordisco. No llevaba más que el albornoz.

Holly es la mujer que sin sensiblerías nos dice en la cara lo que ninguno de nuestros amigos se atrevería a decir por temor a lastimarlos. Holly da en el clavo. Holly ve lo que quiere ver y lo demás lo ignora. Holly es la amiga cuando no se pide nada a cambio. Holly es el resultado de una sociedad que avanza sin perder tiempo, que está encantada por el lujo, la imagen y la máscara. Por todo ello nos embelesa de una manera que nos avergüenza aceptar porque sin querer terminamos enamorados de ella sin esperanzas de que el sentimiento sea mutuo.

La misma vanidad que me había conducido a exponerme de aquel modo, me obligó en ese momento a tacharla de petulante ser insensible, por completo desprovisto de inteligencia.

En Desayuno en Tiffany´s lo superfluo no sólo es estandarte de mujeres maquilladas ni de millonarios ociosos; incluso el hombre que le roba el corazón a Holly, un brasileño nos permite completar este crisol de apariencias y personajes esperpénticos. Él se encuentra sumido en un mundo caricaturesco y cayó en él pareciera que por inercia.

Es posible que, como la mayoría de la gente que se encuentra en un país extranjero fuese incapaz de situar a la gente, de elegir un marco adecuado para su retrato, cosa que en Brasil le hubiese resultado de lo más sencillo; es decir, tenía que enjuiciar a todos los norteamericanos bajo una luz prácticamente uniforme, y desde este punto de vista sus acompañantes debían de parecerle ejemplos soportables del color local, del carácter local.

¿Qué hace ser tan entrañable a este ser? A una mujer que usa, cambia y tira a hombres sin ton ni son. A una mujer joven que un buen día se le ocurre salir de casa y dejar así a su esposo junto con sus hijastros. Holly si bien no aparece en la novela como una mujer extremadamente humana, sino fuera por el episodio con el gato –mascota que ha adoptado– donde parece que el animal la ha traspasado y se ha anidado en su corazón. Ella no consigue perdonarse haberlo devuelto a la calle. Holly ciertamente es finita, egoísta e incluso insensible, pero tiene consecuencia en su persona. Eso es lo que la distingue de los demás personajes en la historia.

No me refiero a la honestidad en cuanto a las leyes (podría robar una tumba, hasta le arrancaría los ojos a un muerto si creyese que así me alegraría un día), sino a ser honesto con uno mismo. Me da igual ser cualquier cosa, menos cobarde, falsa, tramposa en cuestión de sentimientos, o puta: prefiero tener el cáncer que un corazón deshonesto. Y esto no significa que sea una beata. Soy simplemente una persona práctica. De cáncer se muere a veces, de lo otro, siempre.

El joven narrador comienza a reflexionar sobre Holly a partir de una noticia después de su desaparecimiento. Es este recorrido el que le permite sincerarse y descubrir repentinamente que incluso él cayó enamorado de Holly.

la amé tanto como para olvidarme de mí mismo, de mis autocompasivas desesperaciones, y contentarme pensando que iba a ocurrir una cosa que a ella la hacía feliz.

Una casa de flores

Junto con Desayuno en Tiffany´s encontramos tres relatos más. Los tres valen la pena y son temáticamente muy diversos. Una joya en cuanto al lenguaje. Me resultan tres instantáneas nostálgicas.

El primero de ellos, Una casa de flores, trata sobre Otilie, una prostituta que encontrará el amor y que bajo ese estandarte rehará su vida. Vivirá con su esposo y con su suegra, una anciana odiosa que le hace la vida imposible. La vieja quiere asustar a su nuera y muere en sus estratagemas, de una manera que se transmite en la narración un tanto mágica. El esposo se entera del hecho y debe castigar ejemplarmente a su mujer. Ella, pudiendo liberarse, se finge redimida por el esposo.

Cada noche, la joven pareja esperaba para hacer el amor hasta que la Vieja Bonaparte parecía haberse dormido. A veces, tendida en el jergón de paja en donde se acostaban ella y Royal, Ottilie estaba segura de que la anciana permanecía despierta, vigilándoles. En una ocasión llegó a ver un ojo legañoso que, iluminado por las estrellas, brillaba en la oscuridad. Quejarse ante Royal era inútil, él se limitaba a reír. ¿Podía hacerles algún daño aquella vieja, que tantas cosas había visto a lo largo de su vida, quisiera ver unas cuantas más?

 

Una guitarra de diamantes

Narra la triste historia de Mr. Schaeffer y Tico Feo, dos carcelarios. Mr. Schaeffer no tiene amigos, tenía uno pero murió durante su intento de fuga, intento en el que él mismo estaba involucrado pero que no resultó exitoso.

Schaeffer que está destinado a dar esperanza a los otros convictos, no la puede tener para sí. Los demás lo buscan para que les lea sus cartas. Un tanto porque no saben leer, otro tanto porque este hombre cambia las palabras y los deja vivir en el encierro con una matita de luz.

La mayoría de esas cartas son tristes y quejumbrosas; a menudo a Schaeffer improvisa mensajes más animosos en lugar de leer lo que dice el papel.

 

Un recuerdo navideño

Este último relato me atrapó desde el principio por su ternura y su añoranza. Cuenta con un sinfín de imágenes extraordinarias, de inocencia, de detener del tiempo. Un niño y una anciana comparten una amistad curiosa y carente de fronteras. Ambos se complementan y azuzan también sus esperanzas, sus anhelos: uno por inocencia de vida, la otra por bondad.

-Me da la sensación de que antes tenías la mano mucho más pequeña. Supongo que detesto la idea de verte crecer. ¿Seguiremos siendo amigos cuando te hagas mayor?

domingo, 6 de julio de 2014

De autoría | III El plagio


III El plagio

Volviendo al dilema de Tengo, sabemos que las dos virtudes mínimas se bifurcan en la adolescente (el qué) y en el editor (el cómo). No obstante, existe todavía un impedimento, el joven nipón sabe perfectamente que si se descubre la trampa, él tendrá para siempre las puertas vedadas como autor porque su fama de impostor superará su talento. Tengo continúa con su labor a pesar de que conoce las consecuencias porque considera que la novela que corrige debe ver la luz definitivamente. Pero, en caso de que alguien descubra la mentira, ¿quién irá tras un hombre que sólo “pule” una novela? Y peor aún, ¿quién irá a la caza de una adolescente que se jacta de haber concebido tal obra a tan corta edad?

            ¿De dónde proviene esta voluntad de perseguir a los insidiosos, a los charlatanes que se han engalanado por poner como suyas palabras de otros? Sale quizás de unas ganas intrínsecas de castigar al plagiario, al copista, al imitador y desenmascararlo porque nos ha vendido algo como propio, porque nos ha timado. Persígase pues al impostor, al embustero. Cacemos cual aves de rapiña al plagiario. Bajo nuestra mira ya desfila Arturo Pérez Reverte, que tuvo que pagar indemnización por el guion cinematográfico Gitano. Y no perdamos de vista el objetivo ni nos dejemos deslumbrar por nombres ilustres incluso de premios nobel. Saramago es el siguiente en pasar al banco de los acusados. Pase pues y que sean los biógrafos quienes expliquen si un rumor es suficiente para desacreditar al luso y concederle la razón a Teófilo Huerta Moreno, quien afirma que Saramago se inspiró en ¡Últimas noticias! para escribir Intermitências da morte.

            Pues sí, pobre de aquel que plagie, robe o tome líneas sin citar su fuente porque sobre él caerá el repudio social, los protectores de derechos de autor así como –y ésta sí que será fulminante– la justicia divina que puede ser tarda, pero finalmente llega.

Protejamos al vetusto Quijote de vejaciones y depuraciones intertextuales o peor aún, de actualizaciones impertinentes y anacrónicas. Porque justamente eso no lo hubiera querido el padre de la novela[1], ¿no es así? Velemos por el patrimonio de la familia Neruda, Fuentes o Paz, porque de ellos es el fruto del trabajo –sudado– de sus esposos, padres o abuelos. Así lo hubieran querido ellos, ¿o no?

Defendamos sus obras porque estos autores inventaron mundos ficticios que alimentan a personajes casi reales y es a través de sus textos que explican cuestiones morales, culturales o políticosociales. De ellos provienen reflexiones que hacen mella en las faltas de sus sociedades así como en la mezquindad de sus contextos. De ellos y de nadie más es el mérito porque fueron los artífices que originaron conglomerados verbales, armatostes poéticos o pesados e inextricables muros ensayísticos cuya resistencia resulta superior al concreto. De ellos es el mérito cuando a su trabajo le acompañen las virtudes arriba mencionadas, son éstas las que nos permiten discernir entre la copia y el robo –reutilizando las palabras de Picasso. Además porque ellos –incluso si emplearon centenares de fuentes o citas– no tomaron fragmentos enteros de otros autores para desarrollar sus mundos.

En 2010 Helene Hegemann tomó el pelo a críticos de prestigio y en un principio a su propia casa editorial, Ullstein. Su novela Axolotl Roadkill[2] es una sarta de fragmentos de otras obras, un guion cinematográfico e incluso un blog. No citó sus referencias e incluso negó tenerlas; no tardaron en aparecer las primeras reseñas, las unas alababan la experimentalidad de la obra, las otras criticaban la falta de propuesta estética e incluso la tildaban de ilegible. Pronto aparecieron también las primeras acusaciones de plagio. Y para acabar el escándalo, la novela fue nominada para recibir un reconocimiento de la Feria del libro de Leipzig.

¿De qué acusan a Helene Hegemann realmente? ¿De que no puso sobreaviso a los críticos? ¿De que expertos no se dieron cuenta de las citas? Ella armó una trama (virtud uno) y pensó en el cómo (dos), ¿qué más se necesita para defender al autor? Sí, sinceridad a través de las notas al pie, tal vez dirán los unos, originalidad dirán los otros. Para terminar al final mordiéndonos la cola con el tema. La editorial defendió hasta con los dientes a su autora, o mejor dicho, a su producto. La publicidad constante y segura del escándalo había llevado felizmente a la reimpresión de la novela –o del plagio según el lado del que se esté. El libro terminó por incluir un exhaustivo listado de referencias en sus reimpresiones y la editorial indemnizó a aquellos autores de los cuales se citó más que algunas frases, sino fragmentos enteros. Concluyendo, el plagio fue sobretodo un problema económico, porque las palabras también son mercancía como bien lo dejó ver la casa editorial Ullstein[3]. Resumiendo: el copy&paste se perdona en el mercado literario (al fin y al cabo los lectores siguen buscando la obra), pero no en el académico: el nombre de la autora es un insulto en los facultades de letras germanas.

            Pregunta inocente: si alguna persona cualquiera, sin talento artístico alguno intentara escribir una novela con retazos de lo que encuentra en Internet, ¿lo conseguiría?
¿No será que sin querer hemos vuelto al principio de este texto? ¿No será que lo correcto ya no es el 
plagio, sino aceptar que, y bajo las adecuadas contemplaciones debido a la época actual, las fuentes de información, la velocidad de producción y la facilidad de acceder a estas montañas de información nos regresan en este caso de Axolotl Roadkill a una época de transmisión “oral” en la literatura? Ésta es una época donde uno lee, guarda, modifica, reenvía y reinicia la cadena, propiciando así una nueva era en las Letras donde, tomando ejemplo de la Edad Media, deberíamos regresar a renunciar en estos casos al autor porque ya es evidente que uno no se puede aferrar a este elemento. Tal vez aquí el proceso de creación y pastiche haga incompatible e incluso obsoleta la figura del autor único. Al fin y al cabo, con el tiempo lo que importa, es la obra.[4]



[1] Sea preciso hacer notar aquí que Cervantes recicló modelos grecorromanos para sus obras.
[2] Novela que trata sobre una adolescente sumida en una profunda crisis existencial, la cual intenta sobrellevar con excesos.
[3] Un buen contraejemplo nos lo brinda el político alemán Theodor von Guttenberg –le siguieron en efecto dominó otros tantos colegas–, quien perdió su cargo, porque se demostró que su tesis doctoral tenía muchos casos de plagio. Aquí pues, el impacto del plagio reside en el origen mismo de la persona: Ningún político que “copie” para obtener un doctorado es capaz de desempeñar un cargo. Actualmente von Guttenberg reside en los Estados Unidos donde imparte clases a nivel universitario.
[4] Para variar –y cediéndole nuevamente la razón a Terencio–, no hay nada nuevo bajo el sol. Me avisa un colega que accedió a revisar mi texto, que ya Roland Barthes pregonaba la muerte del autor mientras mis padres apenas se estaban conociendo.

sábado, 5 de julio de 2014

De autoría | II Las virtudes del escritor


II Las virtudes del escritor

“La obra es del escritor y de nadie más” escuché decir a un colega de trabajo, que sin ser un lector asiduo hacía referencia a un caso escandaloso de plagio en Alemania en 2010 al que me referiré en el tercer apartado. Tres años después de este escándalo, Haruki Murakami, haciendo buen uso de su prestigio y su facilidad para contar historias donde apenas sólo hay anécdotas, embiste el mito de la autoría bajo un tono solemne, casi pudoroso en 1Q84[1]. Primeramente, haciendo alusión a la obra 1984 de George Orwell, nos presenta una nada compacta historia de amor. Murakami plantea que es posible contar con obras cuyo origen no es único. Es decir, el autor nipón, que ha desplegado un mundo paralelo en 1Q84, desarrolla una historia donde el protagonista, Tengo[2], posee la capacidad de reconocer buenas historias, aunque las propias no lleguen a serlo. Se le pide por encargo corregir una novela pésimamente escrita para hacerla merecedora de un premio literario. Aquí parecería ser que no hay peor dilema ético para Tengo que tocar una obra que no es suya y tomarle el pelo a los demás vendiéndola como la novela de una adolescente. El hecho de reescribir no es una cuestión discutible, piensa Tengo, es más bien, lo que se pretende alcanzar reescribiendo la novela, eso es lo sucio y poco ético.

Si bien, esta trama no guía los hilos de la novela, ya deja traslucir el pudor que puede suscitar hablar de autoría en pleno siglo XXI. ¿Tenía Tengo derecho de tocar una novela que no era suya? Esta pregunta es rápidamente contestada. Tengo concluye que es más importante la obra, que el autor. ¿Deja de ser la novela origen de esa inexperta escritora? No, Tengo se convence de que no fue fortuito el hecho de que esa novela llegara a sus manos, es decir, que él no estaba destinado a contar la historia –sino la adolescente– pero él sí a escribirla, o bien, ordenarla narrativamente.

Aquí me toma desprevenida un remordimiento, ¿acaso mi bagaje como editora me ciega en esta discusión y ya dejé de ver como algo sagrado e intocable el texto de un autor? ¿Tiene menos mérito un escritor si un buen corrector de estilo le organiza el texto? ¿Acaso los autores realmente están dispuestos a entregar sus textos sin ser revisados al menos por su consorte, editor u otros autores? ¿Y los lectores estamos preparados para ello?

            Los textos son productos no acabados, que van siendo modelados por sus autores y su entorno. No hay que sacralizar nada. Pero tampoco hay que mirar la portada de un libro pensando –inocentemente– que Orhan Pamuk se ha olvidado de todas sus lecturas previas, sus experiencias personales o sus anteriores obras al escribir Rojo. Me parece romántico e incluso cándido pensar que sólo una pluma ha pasado por el texto y lo peor aún, que sólo una persona lo ha creado.

            Como no espero convencer con las líneas anteriores, debo recurrir al siglo XIX. Vayamos primero a Chalco, donde Manuel Payno está dejando morir a Cecilia en Los Bandidos de Río Frío. ¡Basta!, dice el lector que se ha encariñado hasta las cachas con ese personaje y escribe indignado al periódico para que el autor cambie de opinión y no mate a la pobre mujer, quien será rescatada por supuesto en capítulos subsecuentes a pesar de que el autor tenía otro final para ella. Porque ése precisamente es el punto, la obra de repente ya está en boca de todos y se ha vuelto un bien común. Así al menos lo indican, por ejemplo, las miles de cartas que siguen llegando a Backer Street no para Conan Doyle, sino para Sherlock Holmes, personaje que también fue resucitado a pedido de los lectores.

            ¿Acaso es –pregunto despojada de mi posición de editora y revestida con mi piel de lectora– el autor el único que decide en su texto? ¿No tenemos nosotros también nuestros derechos como devotos lectores?

            No, no. Me rebaten aquí. Pero si es precisamente a ellos, a los autores, a quienes se les ocurren esas historias. Fue Payno quien sacó a Cecilia de morir ahogada, fue a Conan Doyle a quien se le ocurrió crear a Holmes y resolver casos en actos de prestidigitación. No al lector. Tal vez, eso no lo sabemos. Lo que sí podemos suponer es que ellos identificaron una historia a través de sus observaciones. Esa es pues la primera virtud del autor: observar y a partir de allí crear la historia. El ejemplo por antonomasia de esta afirmación es Gabriel García Márquez. En su quehacer periodístico, el autor colombiano pudo ver más allá de la nota roja, y fue así que abrió ventanas para contactar con la sociedad a través de hechos aparentamente prescindibles, por ejemplo, en El ahogado más hermoso del mundo, el autor consigue engarzar la historia de colonización y la actualidad colombiana para sugerirle al lector que voltee a ver qué lo rodea: nada. La capacidad de identificar historias es pues una característica esencial en el autor.

            La segunda sería la manera de contarlas. Arturo Pérez Reverte publica en 2002 La Reina del Sur, de la cual las televisoras incluso ya sacan jugo como telenovela. La novela está dedicada a Élmer Mendoza, que según las malas lenguas fue quien tuvo la idea. Pero, ¿quién la escribió? Fue Reverte quien acomodó las piezas y tomó hasta la última gota de información de Mendoza para nutrir la obra. Sea Mendoza el gestador de la historia o no, fue Reverte quien tomó el bolígrafo para narrar la historia, eso sí, con unos descuidos enormes donde los personajes mexicanos terminan empleando el vosotros y las expresiones mexicanas –o mexicanismos para usar la terminología de la Real Academia– aparecen en contextos que ni los ibéricos, ni nosotros entendemos. ¿Alguien habría prestado oídos al tema si Élmer Mendoza hubiera publicado una novela semejante? Y en el debate hasta Heriberto Yépez sale despotricando contra Reverte. Para mí, concédaseme el beneficio de la fe ciega en la creación literaria, importa a veces más el cómo que el qué. La manera de contar es la segunda característica mínima, o bien, segunda virtud. No importa que se base el autor en historias ya contadas, sino en cómo las está tratando. Así, pues, no es raro ver a ensayistas que se llevan el crédito por cuestiones teóricas que los expertos pudieron elucidar (a otros expertos) pero no así a un público general. En el ensayo es donde mejor se comprende la importancia de saber cómo pronunciar una idea, aunque el tema en sí ya sea viejo.

Por supuesto que esto ahora no tiene valor alguno porque lo avala Juan Pérez. Apoyémonos pues en los hombros de un gigante, Picasso afirmó que “los buenos artistas copian, los grandes roban”, nótese aquí que no se trata de tomar algo y presentarlo de igual manera (copiar), sino que se trata de darle una plusvalía, para ello hay que adueñarse del objeto estético, o bien, hay que robarlo. En este punto no se trata de justificar el plagio, entendido aquí como una copia dolosa, no como un robo doloso. Se trata más bien de exponer la libertad que tiene un artista por tomar tanto la realidad, como las reflexiones que ya se han hecho de la misma a un grado tal que se la despoja de su autor, para así poderla trabajar libremente (virtud dos) y entregar algo mayor. Y bajo esta línea no solo Voltaire, Gauguin sino también un griego anterior a la era cristiana –no podía faltar, porque para eso existieron los griegos, para nombrar todas las cosas–, Publio Terencio, coinciden. Este último deja para la posteridad una frase fundamental sobre el tema “Nada es dicho que no se haya dicho antes”. Sí, a Terencio le parece que ya los temas empezaban a repetirse antes de que hubiera novela de caballerías, Hamlet, Quijote, Rayuela o incluso Terra Nostra. Mil años antes de Shakespeare ya había pues, refritos. Nada es dicho que no se haya dicho antes, eppure si muove...

            Y visto bajo ese eje temporal ya no nos debe sorprender que ciertas obras se parezcan, que los temas se repitan y que por supuesto, a veces uno como lector tenga la sensación de haber leído ya tal cosa alguna vez.

Ahora bien, conscientes de que la originalidad de alguna manera inexplicable y científicamente no verificable no se extingue, aceptemos que el autor jamás parte de la hoja en blanco cuando inicia su proceso creativo. Incluso, por muy inculto que sea, tiene canales de conocimiento que van formando su experiencia de vida, su ideología, sus gustos e incluso la estética que pueda desarrollar en sus obras.
Sí, el autor es pues aquel que crea. Ciertamente estoy a favor de que el autor reciba reconocimiento por su trabajo, pero veámoslo como un ente donde convergen no sólo varias voces sino también un bagaje cultural imposible de rastrear con lupa.


[1] En 1Q84 Murakami narra la historia de amor de Aomame, asesina a sueldo, y Tengo, editor que debe reescribir la novela de una adolescente. El público fanático del autor nipón –donde por sinceridad debo circunscribirme– se tragó los tres tomos de la novela. A pesar de la evidente referencia a la obra orwelliana, el puente tendido a 1984 se tambalea porque los paralelismos jamás se pasan a tinta, y quedan simplemente esbozados en grafito.
[2] Si bien Tengo es editor y conoce las triquiñuelas de las editoriales para posicionar libros en el mercado, este aspecto se ignora casi por completo en la novela. No se explora el papel del seudónimo, del corrector de estilo ni del ghostwriter. Sin duda, son conceptos fundamentales para enriquecer la discusión sobre la autoría, la originalidad y el plagio. Pero que dejaremos de lado para no adentrarnos en una complicación innecesaria dado que no es tema del presente ensayo tratar también obras no literarias sino comerciales (o literatura de masas).

jueves, 3 de julio de 2014

De autoría | I El autor


De autoría


y cosas peores

 

I El autor                      

Pensemos en una época donde ya sea por pudor, desconocimiento o costumbre no se menciona el nombre del creador de una obra. Supongamos que la obra pasa de boca en boca y que es en este viaje donde crece, se despoja de apéndices y se criban sólo los elementos necesarios que la forman. Imaginemos que en su camino la obra maduró tanto que llega hasta nuestros días como una obra clásica. Ahora pensemos que esto efectivamente sí ocurrió y que el título de esa obra es El cantar del Mío Cid. Tal suceso aconteció no sólo una, sino varias veces, gracias a la tradición oral de la Edad Media.

Continuemos en esta época y miremos a los lados, los versos de González de Berceo se cuentan como parte de la literatura clásica hispánica, así como el Libro del buen amor del Arcipreste de Hita. En la Edad Media puede decirse que la autoría no era algo de lo cual uno podía presumir ostentosamente, dado que con facilidad uno era tildado de vanidoso y poco humilde, es decir, mal cristiano. Había que dedicar la obra a un rey o noble, o mejor aún, a Dios, para así justificar el esfuerzo invertido en la obra artística. Poco después, en el siglo XVI seguimos reconociendo esta tendencia en un ejemplo significativo, Sor Juana, poetisa a la que todavía le cuesta aceptar como cualquier otra etiqueta, que es una autora.

¿Esta (falsa) modestia era motivada por cuestiones sociales y religiosas? ¿Podríamos imaginarnos en nuestros días comprar un libro de un autor desconocido? A menos que sea una peculiaridad, esto es, por supuesto, posible. Pero si no tratara de ello, en nuestros días parecería sospechoso ver un libro nuevo donde el autor no diera la cara –o mejor dicho, el nombre. Y no es que la portada que lleva el nombre de Orhan Pamuk asegure la existencia del autor turco. Pero ya dice mucho de nuestra concepción de qué es un libro: una producción artística adjudicada a uno (o varios autores) que se anuncian explícitamente en la portada[1]. Y al definirlo de esta manera tan poco teórica sino más bien práctica quiero resaltar el hecho de que creemos (1) que los libros los escribe alguien que es el autor y (2) que este sujeto es el creador del contenido de la obra. Es decir, Juan Rulfo creó a Pedro Páramo, le formó una vida, un pasado, un cuerpo. Y esto no es más que producto de él. Por eso, si se descubriera que Juan Rulfo en realidad no escribió Pedro Páramo, sino que fueron –por ejemplo– tres personas distintas no sólo causaría revuelo entre la infinidad de críticos que estudian su obra sino también en los intelectuales. El público lector quizás lo vería como una tomada de pelo y pudiera suceder que algún rulfiano dijera que son patrañas las acusaciones aunque hubiese pruebas contundentes. Pero más no pasaría. No obstante, si hipotéticamente Rulfo viviera ahora, y la novela estuviera “fresquita” y algo semejante ocurriera, a saber, que Paz fuera el autor, por ejemplo, en esta situación la respuesta del público y mundo literario cambiaría notablemente porque comenzaría una cacería de brujas. Los críticos defenderían a uno, acusarían al otro y las editoriales tendrían que esclarecer el problema antes de verse manchadas por un caso de plagio en su colección selecta de obras o tener que indemnizar a alguien en su defecto.



[1] Quizás como buena excepciones que confirman la regla debemos mencionar a las historietas y a los guiones de series cuya difusión es masiva. Si bien, ambas manifestaciones no son categorizadas como “libros” en un sentido tradicional, sí son manifestaciones que un inicio fueron escritas y ya paulatinamente se incorporan a la crítica literaria. Las historietas de superhéroes como Batman, Superman, Ironman varían en ocasiones sus autores y/o dibujantes. Las segundas sufren cambios más drásticos debido a su finalidad mercadotécnica. Es decir, son de autoría abierta.

jueves, 12 de junio de 2014

No desearás | Martín David del Campo

 
"Ava soltó la carcajada y estuvo a punto de tropezar. Le había ocurrido ya en la ocasión anterior. Eso de permitir que los pensamientos lo dominen todo, que la cabeza se llene de malas ideas y que olvide el hecho esencial de que somos un cuerpo." (pág.11)


En “No desearás”, novela de David Martín del Campo (2011) uno se topa con ese tipo de libros que al comentar no sabe muy bien de dónde asirlos.
 
Iguanas de la noche
Primeramente, con una prosa refinada y paciente por igual y con un manejo de datos excelente, nos sumergimos en el tiempo y en el espacio. Nos vamos a principios de los sesenta, donde una Ava Gardner mítica nos recibe esquiando en Puerto Vallarta. Las sorpresas y los nombres siguen sucediéndose uno tras otro: Liz Taylor, Gabriel Figueroa y el Indio Fernández se cruzan en las mismas páginas. Luego, todo este embeleso de actrices, belleza y excesos termina in crescendo al final de la primera novela con una muerta.
"Decían que eran feos, grises, chaparros, con el pico largo y ganchudo. "Ruiii".
"Debía retornar a su camastro. Beber un té de hoja de zapote. Dormir tres días seguidos. No. Ella no había visto nada. El muerto nunca se quejó, ¿o debería decir la muerta?"
"El chotacabras asomó en su avance nocturno. "Ruii, ruii". Era un pájaro nocturno cumpliendo su ronda predatoria. Un pájaro deslucido que a María, aquella noche, le pareció hermoso".
 
¿Cómo habrá de sostener esa fluidez narrativa la segunda? La segunda parte de esta doble novela cambia de tiempo y provee a sus personajes ficticios de carne real –¡ay del lector no atento que se deje tomar el pelo entre el entramado de personajes reales y ficticios!

La escalera de Jacob

La reportera Fara Berruecos le sigue la pista al autor de la primera novela, aquella que nos mantuvo presos de voyeurismo. Peter Cobb, un autor cuya vida vendrá siendo develada en la segunda parte, nos resulta un personaje espléndido, contradictorio, pero al fin y al cabo, humano. Atraviesa –y esto es muy bien explotado por David Martín- por una serie de hechos históricos muy bien usados como pretextos para darle vida a esta segunda parte y así terminar de engarzar tres décadas de cambios. Y mientras más sabemos de Peter Cobb, más se nos hace entrañable la reportera que le sigue la pista, cuya vida, sin ser excepcional viene dotada de anécdotas risibles y tragicómicas. Fara Berruecos persigue al hombre que es celebrado por su prosa y se niega a creer que esté muerto.

Peter Cobb está casado con Glenda, una mujer afroamericana que pensando que su esposo murió en la guerra, acepta casarse con un hombre blanco, con Peter. Sin embargo, un detalle hace pensar que el esposo (o su fantasma) sigue con vida. Peter vuelve a México a intentar rescatar su fuente de inspiración o intentar sobrellevar el hecho bizarro que le ha comentado Glenda; Fara aferrada a Peter y desencantada con su propia vida persigue la nota periodística: Peter Cobb debe de salir de su escondrjo en algún momento y ella se empeñará en hacerlo salir. Tanto para Fara como para Peter, el viaje a Mismaloya, a Puerto Vallarta resulta una escalera de Jacob, donde se sueña con el ascenso y descenso de ángeles; donde ambos personajes descubren sus límites e intentan reinventar sus vidas.

Y ¿entonces?

¿Cómo lo hizo David Martín del Campo? Nos ofrece dos novelas, una de las cuales ni siquiera es suya, sino producto de la voz de uno de sus personajes, Peter Cobb. La otra, viene sin aviso provista de elementos de una novela policial. Ambas se dejan unir por el ambiente cálido de Jalisco, por la espesura de su vegetación y la capacidad de sus animales de transmitir misterio, lubricidad, secretos. Por ahí desfila la elegancia de la iguana –animal recurrente y dotado de varios significados dentro de ambas novelas, pero también se acerca silencioso el chotacabras: que le anunciará a María la muerta. Y hasta el más mísero de los animales oculta un secreto, el pollo.

Es una delicia leer ambas novelas, e incluso darse por momentos esa libertad de concederle a todos los personajes el beneficio de la duda: sí existieron todos, cerremos el libro y pensemos que Cobb anda por allí todavía persiguiendo al costurero. Pensemos que Fara Berruecos llegó efectivamente a casa y abrazó a su hija confirmando lo que ya presentía en la incipiente adolescencia de la niña.

Y entre esta segunda parte cada vez la realidad regresa, lo hace a través de la persona de Inocencio -claro, qué otro nombre darle-, el costurero que Peter persigue por la sencilla razón que es él el que fabula todo ese mundo de disfrute en John Huston, Ava Gardner, Elizabeth Taylor. Y no Peter.

"Y lo felicito, don Inocencio, porque esa es una aptitud única. Saber contar". ¿Saber contar? "Es más, don Inocencio, y no se me vaya a ofender", me dijo. ¿Ofenderme por qué? "Porque le quiero ofrecer dinero, don Inocencio. En recompensa" (...) "¿qué le parece si nos sentamos todas las tardes, aquí mismo, y usted me cuenta otras historias de aquellos gringos famosos, malditos, y yo voy haciendo mis anotaciones? (...)

 Al final, por supuesto, la estocada: Inocencio inventó todo. Los personajes reales no eran en sus actos tan reales y los ficticios andan cambiando su vida.

 Me encontró finalmente. Por aquí estuvo rastreando, varias semanas, hasta que me halló aquí metido. (...) Todo aquello fueron puros cuentos oídos en cantinas y puteros. Que si Liz, que si Huston, que si mister Richard. Que si la señora Ava esquiaba encuerada y fornicaba en la playa... ¡Puros cuentos que me contaron los borrachos! "¿O sea?, me dijo, "¿nunca presenciaste las guarapetas de Burton?" Nunca. "¿Nunca ocurrió el crimen en Casa Kimberly?". Puro cuento. "¿Nunca hubo aquella orgía de maricones en la terraza de los Burton?" No, nunca, Peter... ¡Nunca, nunca!


Colorín colorado
Así acabo el libro. Cerrándolo con ese buen sabor de boca que deja un novelista atrevido que sabe entrelazar y contar historias.

Aquí dejo dos reseñas más sobre la novela:

Mónica Lavín: http://www.eluniversalmas.com.mx/editoriales/2012/03/57678.php
Nadia Contrera: shttp://www.libroalibro.org/2012/05/cuaderno-de-fabulaciones-comentarios-la.html

martes, 10 de junio de 2014

El sueño de nunca acabar - "Un sueño de Bernardo Reyes" Ignacio Solares


“Por primera vez en su historia, la nación tenía un verdadero ministro de Guerra, inteligente, progresista, organizador, honrado a carta cabal en sus manejos para distribuir con limpieza su presupuesto” (Ignacio Solares, Un sueño de Bernardo Reyes)

Así se referían los periódicos de entonces sobre la figura política de Bernardo Reyes, futuro brazo derecho de Porfirio Díaz. Es precisamente Ignacio Solares, escritor que ha manejado con maestría el género de la novela histórica, quien rescata a tan singular político mexicano y expone en menos de ciento treinta páginas, cómo este hombre pudo haber cambiado substancialmente los acontecimientos históricos posteriores al porfiriato.(1)

En un jugoso auge de novela histórica en los últimos años, los autores mexicanos comienzan a tomar héroes nacionales o hechos históricos y los vuelven a contar en una suerte de reconstrucción de memoria histórica colectiva, que –y esto es lo relevante– no es producto de intereses partidistas o políticos (directamente). Así que, una vez tratados los héroes históricos, era cuestión de tiempo que alguien tomara un antihéroe, entiéndase por esto un tipo de protagonista, susceptible de ser héroe pero que carece de ideales mayores para volverse o héroe o, por el contrario, villano.


Es curioso, pues, que Ignacio Solares reflexione sobre la historia de México a través de un personaje fiel al dictador Porfirio Díaz; empresa por otro lado, nada fácil de llevar a cabo. El autor norteño recoge con puntualidad hechos históricos definitivos que desbocarán en un levantamiento suicida contra Madero y posteriormente, serán el preámbulo de una mal llamada Revolución Mexicana, carente de pies o cabeza.

En Un sueño de Bernardo Reyes, Solares nos sitúa sin una exhaustiva recreación ambiental a finales del siglo XIX y comienza a narrar con premura, casi telegráficamente; como si el protagonista pudiera morírsele antes de que él concluya lo que quiere decir. ¿Qué tanto distamos de ese México decimonónico afrancesado y gobernado con mano dura? ¿Qué tanto se gana con plantearse un “si hubiera” a más de cien años de las consecuencias de tan singular momento histórico? Pareciera que estamos a salvo de ese México de barbarie, cuyo dictador –enfermo de poder– no soltó la silla presidencial sino hasta el último momento. Sin embargo, en la siguiente reflexión se tienden los primeros paralelismos:
 
(...) Mucho me temo que los principios de la democracia no han sido planteados con profundidad en nuestro pueblo. Pero la nación ha crecido y ama la libertad. Nuestra mayor dificultad la ha constituido el hecho de que la gente no se preocupa lo bastante acerca de los asuntos públicos, como para formar una democracia. El mexicano, por regla general, piensa mucho en sus propios derechos y está siempre dispuesto a asegurarlos. Pero no piensa mucho en los derechos de los demás. Piensa en sus propios privilegios, y no en sus deberes. (Un sueño, p. 92)
 
Esta cita no proviene ni de Madero ni de Felipe Ángeles o Pino Suárez. Tampoco fue profesada por algún periodista o intelectual de la época. Lo anterior fue afirmado por Porfirio Díaz, en la entrevista que dirigió James Creelman para un periódico norteamericano en 1908. Solares, ateniéndose a hechos históricos, fechas, nombres o bien, documentos, critica sutilmente la extraña e incomprensible manera de hacer política hasta hoy en este país. No es gratuito que para presentar su libro, se haya referido al tenso momento que se vivió en las elecciones presidenciales de 2000, cuando la salida del PRI era inminente y sólo un cambio de gobierno podía evitar un levantamiento bélico.

Solares, en una arriesgada estrategia narrativa, mata ya en las primeras páginas a su protagonista, Bernardo Reyes. Mientras su cuerpo es atravesado por proyectiles y sirve a la vez como escudo para su hijo, Reyes se derrumba desangrado y comienza a morir; no sin antes soñar una última vez.

Antes de develarnos este sueño, Solares nos cuenta quién era este hombre, cuyo único defecto era, quizás, tener una lealtad desmedida por Porfirio Díaz. Para hacer mayor la paradoja del personaje, enumera en un apabullante listado los méritos más loables de Reyes: “puso especial empeño en el crecimiento económico (...), una de sus primeras medidas fue la exención de impuestos, (...) durante su gobierno consiguió, por ejemplo, que la vacuna contra la viruela fuera obligatoria, (...) su policía alcanzó fama de ser la más eficaz del país (...), el estado vivía en una paz de la que nunca había gozado, (...) en el orden educacional, se abrieron nuevas escuelas y se mejoraron las ya existentes. (...) algo insólito en nuestro país, el establecimiento de la Escuela Normal para Mujeres” (Un sueño, pp. 72-74).

Bernardo Reyes tuvo una carrera militar brillante y una vida política aún mejor. Su popularidad no sólo hizo llamar la atención de Porfirio Díaz, sino que a la vez y a su pesar, convenció a la gente de que debía ser él y no Díaz quien tomara las riendas del país. Nada le obstaculizaba hacerlo: Victoriano Huerta le había propuesto dar un cuartelazo y apoyarlo como sucesor de Díaz; la mayoría de los políticos también se inclinaban por él y la gente estaba de su lado, ansiosa de ver un cambio. Aún más, la figura de Madero era por demás desconocida. Reyes tenía el camino libre completamente. ¿Por qué no hizo este hombre lo que tenía que hacer? Destronar a Porfirio Díaz y gobernar como lo había hecho con Nuevo León.

Mientras más avanza uno con la lectura, más difícil se convierte creer que Reyes se haya dejado mover sin la menor queja tal y como lo quería el dictador. Después de la entrevista con Creelman, el ambiente político se torna muy inestable y adverso a Díaz, por lo que él reacciona exiliando a sus potenciales enemigos. Sin el menor cuestionamiento, Reyes acata la sugerencia de Díaz y sale del país a investigar cuestiones de la milicia. Tiempo después, cuando Madero era el protagonista de la escena, Reyes reaparece todavía intentando preservar los preceptos porfiristas. Ya es muy tarde. Para él. Para el porfiriato. Para el país.

Es aquí, donde el hasta entonces muy discreto autor, saca su pluma afilada y se venga de la pusilanimidad de Reyes, su antihéroe. Si bien, su lealtad al dictador fue inquebrantable, pero su patriotismo y su experiencia política fueron inútiles en un momento decisivo para el país. Reyes se muere, pero no descansa en paz porque ya vislumbra los desastres revolucionarios que vienen. Solares, en venganza y advertencia para actores políticos semejantes, condena magistralmente el sueño eterno de Reyes:
–Yo lo pude haber evitado. Sólo yo pude haberlo evitado si he tomado las decisiones adecuadas a tiempo –se dice Reyes, ya ahí, abrazado, ya cadáver, al cuerpo de su hijo.
Y como si rezara: 
–Perdóname, Señor.
Pero sabe, algo en él lo sabe, que no conseguirá desprenderse de ese cuerpo y de esas visiones mientras no termine de ver lo que apenas empieza a ver, a entrever. (Un sueño, p. 121)

(1) Me gustaría hacer una brevísima digresión. Ya que se están tratando temas históricos, falta por supuesto una buena comedia sobre esa curiosa pseudoenfermedad endémica de la vida política mexicana, a saber, la reelección. Si bien, han sido publicados diversos textos, incluso aquellos que remueven sin piedad la vida sexual e incluso la preferencia sexual de héroes revolucionarios, faltan empero textos narrativos que versen sobre estos “males” que parecen acaecer funestamente solo sobre los mexicanos. Es todavía objeto de ardiente discusión el terrible y malévolo fantasma de la reelección; como si ésta fuera per se una ponzoña incontrolable que no se quisiera tener nunca más en el país; curiosamente esta reacción quasi alérgica o repugnante no nos la provocan otros gobiernos como los Estados Unidos, Brasil, Alemania o Argentina. Allá, para aquellos lugares sucede que sí nos surge un mínimo de tolerancia.