En México, durante la niñez, aunque no tenemos ritos de iniciación para probar nuestro valor, si tenemos un par de pruebas inoficiales. ¿Quién no se acuerda de cómo los adultos lo miraron diferente cuando por fin tomó del guisado que sí pica? ¿O de cuando lo dejaron de ver como un niño pequeño y empezaron a atarle los ojos para pegarle a la piñata porque ya era grande?
Existe,
además, un evento que año con año
traumatiza a generaciones de niños en fiestas infantiles, o, por el
contrario, les constata que efectivamente están hechos a prueba de balas:
participar en el show de payasos y
sobrevivir en el intento superando vejaciones, entendiendo bromas en doble
sentido y descubriendo a tiempo trucos que nos quitarán los calzoncillos o nos
harán caer en el ridículo.
Hace
años que no voy a una fiesta infantil en México y cada vez menos escucho en mi
familia que alguien se preocupe de buscar un buen payaso o espectáculo de
magia. Yo recuerdo que odiaba que me hicieran pasar al frente. Por alguna
extraña razón se me ponían las rodillas blandengues y la lengua me se trababa...
eh... quiero decir se me trababa. Y a
pesar del miedo, cómo me reía con ellos. Gracias a estos espectáculos
aprendí mis primeros chistes, mis primeras reacciones para desarmar al otro con
algún comentario fuera de lugar.
Algunos payasos cantaban, otros
hacían acompañar su show con efectos
de sonido y ruidos de petardos, fanfarrias o flatulencias. Hacían pasar al
festejado, a los padres; incluso el tío
amargado que nunca sonreía se divertía por fin.
El pasado fin de semana tuve la oportunidad
de compartir el espectáculo del payaso Duende Canica en una fiesta infantil
realizada por zoom. Desde la comodidad del sofá, el
festejado, mis tíos, mis primos, sobrinos y hermanos veíamos embelesados como
algunos chiquitines (que tenían activas sus cámaras) miraban boquiabiertos los trucos del payaso o reían a carcajada suelta.
Duende Canica nos hizo creer durante buenos cincuenta minutos que
estábamos todos en el mismo lugar. Me hizo llamar como loca a mi perro para
mostrarlo por la cámara y quizás así darle un punto al equipo de las mujeres. Me
hizo quitarme un calcetín y mostrarlo en una videofiesta a conocidos y
desconocidos. Hizo que los niños gritaran “¡Yo!” mientras saltaban de su
asiento. Y todo eso a pesar de que él ni siquiera podía escuchar aplausos o
gritos para no causar un caos en el zoom,
sólo él activó su micrófono.
¿Cómo es posible transmitir tanta risa y buen humor en estos días donde
las noticias nos machacan los nervios? Con ingenio, creatividad y amor por
la profesión que se ha escogido. A veces pienso que justo esa capacidad de
reinventarse es lo más preciado que tenemos los mexicanos, esa mentalidad de “Canta
y no llores”, de burlarse de la mala suerte, de consolarse a sí mismo, de
reírse... porque al fin y al cabo, ninguno de nosotros va a salir vivo de aquí,
entonces para qué sufrir.
No hay nada más encomiable que
divertir a los demás en este tiempo. Gracias
inmensas a todos los artistas que siguen reinventándose y haciéndonos
sonreír. Al payaso, al mago, al mimo, al músico, al bailarín. Gracias por no
doblar los brazos.
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