viernes, 13 de noviembre de 2020

Breath of the wild para Nintendo Switch o de cómo mi hermano comparte el sofá conmigo viviendo a 10.000 km de mí

Nintendo Switch

Mediados de marzo 2020, veo videos del confinamiento en España. ¿Qué tal si nos hacen lo mismo aquí en Berlín? En un ataque de supervivencia por mi salud mental, me pido el Nintendo Switch con un par de juegos. A partir de ese momento se dispara en mi cabeza el pasado.

            


    

            Recuerdo como un viernes de diciembre de 1998, por fin, pasa: Con todos nuestros ahorros y la ayuda de mi madre, nos hacemos del quinto juego de la franquicia The Legend of Zelda y primero de la serie en emplear gráficos en 3D, Ocarina of time para Nintendo 64. Saliendo de la secundaria, mi hermano y yo compramos comida y bebida y nos encerramos en la habitación para terminarlo ese mismo fin de semana. La estrategia será la misma que habíamos empleado para Zeldas anteriores con mi hermana, no haremos nunca pausa, nos rotaremos y cuando uno no consiga avanzar, él otro intentará seguir. Quien no juega, duerme o sigue atento los avances, de tal manera que no hay momento alguno de interrupción del juego.

                Pero Eiji Onozuka (ahora responsable de la franquicia) y el legendario Shigeru Miyamoto (su creador), nos tienen preparadas muchas sorpresas. Después de avances constantes durante dos horas de juego, aparece un freno, llegamos a un edificio y no conseguimos entrar a todos los rincones. Probamos, interactuamos con todo lo que se nos ocurre y nada. Una puñetera red nos bloquea la entrada. ¿Por qué a los japoneses les gusta torturar así a los niños y adolescentes? El mundo nunca lo sabrá. Ya en serio, quizás es para hacerlos abrir su espectro de potencialidad creativa, o al menos, eso es lo que infiero después de conocer las motivaciones de Miyamoto: la primera, crear un mundo para ser resuelto a través de enigmas o acertijos y la segunda, permitirle al jugador ser el descubridor del mismo (digresión: justo esto es la base del juego “RPG” o “role-playing-game”). Al tomar esta decisión, hizo que la rapidez o la precisión -incluso la puntuación adquirida-, aspectos explotados ya desde tiempos del ATARI, perdieran relevancia en la franquicia Zelda.

                Larga charla hecha corta: No conseguimos resolver un detalle. Nadie de nosotros quiere decirlo, porque hemos soñado tanto con el juego y cómo lo terminaremos en un fin de semana, pero es posible que nuestros planes fracasen. No podemos creer que nos hemos atascado tanto en un detalle al inicio. Y si alguien verbaliza la duda (que no podemos solos), nos vamos a poner muy tristes. Por fortuna, y quizás porque la Inspiración llega justo cuando sabemos que la ingrata debe de llegar: mi hermano, control en la mano, de repente, luce diferente: se le ha ocurrido algo. Sube un piso, el segundo y llega al tercero. Se acerca a un precipicio. ¿Qué va a hacer este loco? Se deja caer al centro de la maldita red bloqueadora que nos ha hecho rebotar tantas veces...

                Link, llámese Adrián aquí, desde el tercer piso y con su peso: rompe la red y desbloquea la entrada. Mi hermano ha sido siempre así

, va un paso más que otros. Uno habla con él y parece que lo conoce, pero su cabeza funciona diferente y es maravilloso que sea así. De pequeñín, los reyes, llámense aquí Melchor, Gaspar y Baltazar, le trajeron un robot que tenía varias luces, avanzaba, daba vueltas y decía una o dos frases. Y mi hermano, con toda su inteligencia de nene de cuatro años, lo tomó, lo observó un par de veces y lo destripó. Supo que no había magia en ese cacharro de plástico: se trataba de baterías, resortes, partes giratorias e incluso descubrió nexos entre partes. Yo nunca habría destripado mi juguete; no por su valor, sino por evitarme un regaño de mi madre. A veces, quiero saber qué hay dentro de las cosas y me acuerdo del robot, y me acuerdo de mi padre armándolo de nuevo. Por eso sé que está bien dejar salir a ese niño que solo siente curiosidad.


Breath of the Wild

                La última consola que probé en serio fue el Nintendo 64, me desencanté con la play, posiblemente por ese boom que hubo en juegos de ego shooter y con los cuales –abiertamente– sí tengo mis problemas, porque muestran demasiada sangre y violencia y reproducen ad infinitum, clichés y estereotipos.

                Así que, en 2020 ni soy gamer, ni sé a ciencia cierta si me engancharé con mi Nintendo Switch, que llega el día de mi cumpleaños junto con dos juegos, Link Awakening y Mario Odyssey (¡joya!). El tercero, Breath of the Wild, está agotado, la versión para descargar no me interesa. Apenas en agosto me ocupo de comprarlo, porque el confinamiento va pa´ largo.

                Para entonces y como buena jugadora de antaño, en mi memoria no puede haber nada más especial que Ocarina of time, de los poquísimos juegos que han alcanzado la máxima nota por sus usuarios. Ocarina es un juego que está hecho con pasión y amor, todo está cuidado al detalle (técnica y artísticamente) y esto no solo enloqueció a los jugadores, sino que puso el estándar a superar muy, muy alto. ¿Quién que lo haya jugado no se acuerda de las melodías? Podemos sin problemas tararear ahora mismo el Bolero del fuego. Si algo nos ha enseñado la franquicia es a mirar el mundo del juego con curiosidad y a estar convencidos de que nadie es un genio, que incluso el mismísimo elegido tiene que empezar desde cero, aprender a usar la espada, montar, pensar y sobre todo a imaginar: con su simple fuerza, jamás vencerá a Ganon.  

                Y si desde 1998 ni siquiera Nintendo ha superado Ocarina, ¿para qué sacar más juegos de la franquicia? Ya no se puede hacer una obra maestra superior a nivel conceptual de las aventuras de Link y Zelda... Tal vez habría uno de conformarse con subir la complejidad o mejorar los gráficos. Además, mi hermano y yo ya no somos aquellos que soñaban con proteger Hyrule y se desvelaban frente a un juego de 256 megabits.

                Pues no, otra vez tengo que aceptar que hay gente que en su naturaleza está abrir robots para destriparlos, saber cómo funcionan... y mejorarlos, como demostró Eiji Onozuka en 2017 cuando presentó Breath of the Wild, posiblemente el mejor juego para Switch, según youtubers y foros. Para mí, Breath of the Wild ya no es un mundo, es un universo narrativo que conjunta lo mejor de un mundo ancestral y fantástico con un mundo sorprendentemente humano. Sí, cuenta con un sinfín de personajes (¡cada uno con historia!), acciones (correr, caminar, escalar, nadar, montar, volar, dormir, cocinar, entrenar), santuarios a resolver en juegos de lógica y observación, pruebas..., atuendos, armaduras, mazmorras que me cabrean porque mi inteligencia espacial es nula, secretos, detalles. Pero posiblemente todo esto no sería tan sorprendente si no existiera el elemento más humano de todos: la libertad de juego. Si ya desde el primer título esa fue la premisa de Miyamoto en la franquicia: no al juego lineal en las mazmorras, viene Onozuka y extiende el concepto al mundo entero de Zelda. El jugador decide adónde, cómo y cuándo.


¿Y con quién demonios voy a compartir mi boca abierta al jugar tremendo juego?
Con el único compañero que entiende mi sorpresa y fascinación. El que me manda mensajes de aliento para que ya no ande de cobardicas y me enfrente de una puñetera vez contra un Centaleón; el que cuando le cuento que ya tengo el poder de Urbosa, sabe que resolví la mazmorra de Vah Naboris y vencí a la Ira del Rayo. Con mi hermano.

Porque en este mundo, tal cual como en Zelda, uno también decide cómo juega su vida y yo decidí jugarla con él, con la certeza de que en diez o veinte años nos espera el siguiente Zelda épico, que hoy no tenemos ni idea de cómo será, pero sí sabemos que en el sofá seremos tres: él, yo... y su hija Zelda, que para entonces ya no será una niña.




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