Nintendo Switch
Mediados de marzo 2020, veo videos del confinamiento en
España. ¿Qué tal si nos hacen lo mismo aquí en Berlín? En un ataque de supervivencia
por mi salud mental, me pido el Nintendo Switch con un par de juegos. A partir
de ese momento se dispara en mi cabeza el pasado.
Recuerdo
como un viernes de diciembre de 1998,
por fin, pasa: Con todos nuestros ahorros y la ayuda de mi madre, nos hacemos
del quinto juego de la franquicia The
Legend of Zelda y primero de la serie en emplear gráficos en 3D, Ocarina
of time para Nintendo 64. Saliendo de la secundaria, mi hermano y yo
compramos comida y bebida y nos encerramos en la habitación para terminarlo ese
mismo fin de semana. La estrategia será la misma que habíamos empleado para
Zeldas anteriores con mi hermana, no haremos nunca pausa, nos rotaremos y
cuando uno no consiga avanzar, él otro intentará seguir. Quien no juega, duerme
o sigue atento los avances, de tal manera que no hay momento alguno de
interrupción del juego.
Pero Eiji Onozuka (ahora responsable de
la franquicia) y el legendario Shigeru
Miyamoto (su creador), nos tienen
preparadas muchas sorpresas. Después de avances constantes durante dos horas de
juego, aparece un freno, llegamos a un edificio y no conseguimos entrar a todos
los rincones. Probamos, interactuamos con todo lo que se nos ocurre y nada. Una
puñetera red nos bloquea la entrada. ¿Por qué a los japoneses les gusta
torturar así a los niños y adolescentes? El mundo nunca lo sabrá. Ya en serio,
quizás es para hacerlos abrir su espectro de potencialidad creativa, o al
menos, eso es lo que infiero después de conocer las motivaciones de Miyamoto: la primera, crear un mundo para ser resuelto
a través de enigmas o acertijos y la segunda, permitirle al jugador ser el
descubridor del mismo (digresión: justo esto es la base del juego “RPG” o “role-playing-game”).
Al tomar esta decisión, hizo que la rapidez o la precisión -incluso la
puntuación adquirida-, aspectos explotados ya desde tiempos del
ATARI, perdieran relevancia en la franquicia Zelda.
Larga
charla hecha corta: No conseguimos
resolver un detalle. Nadie de nosotros quiere decirlo, porque
hemos soñado tanto con el juego y cómo lo terminaremos en un fin de semana, pero es posible que
nuestros planes fracasen. No podemos creer que nos hemos atascado tanto en un
detalle al inicio. Y si alguien verbaliza la duda (que no podemos solos), nos vamos a
poner muy tristes. Por fortuna, y quizás porque la Inspiración llega justo cuando
sabemos que la ingrata debe de llegar: mi hermano, control en la mano, de repente,
luce diferente: se le ha ocurrido algo. Sube un piso, el segundo y llega al
tercero. Se acerca a un precipicio. ¿Qué va a hacer este loco? Se deja caer al
centro de la maldita red bloqueadora que nos ha hecho rebotar tantas veces...
Link,
llámese Adrián aquí, desde el tercer piso y con su peso: rompe la red y
desbloquea la entrada. Mi hermano ha
sido siempre así
, va un paso más que otros. Uno habla con él y parece que lo
conoce, pero su cabeza funciona diferente y es maravilloso que sea así. De
pequeñín, los reyes, llámense aquí Melchor, Gaspar y Baltazar, le trajeron un
robot que tenía varias luces, avanzaba, daba vueltas y decía una o dos frases.
Y mi hermano, con toda su inteligencia de nene de cuatro años, lo tomó, lo
observó un par de veces y lo destripó. Supo que no había magia en ese cacharro
de plástico: se trataba de baterías, resortes, partes giratorias e incluso
descubrió nexos entre partes. Yo nunca habría destripado mi juguete; no por su
valor, sino por evitarme un regaño de mi madre. A veces, quiero saber qué hay dentro
de las cosas y me acuerdo del robot, y me acuerdo de mi padre armándolo de
nuevo. Por eso sé que está bien dejar salir a ese niño que solo siente
curiosidad.
Breath of the Wild
La
última consola que probé en serio fue el Nintendo 64, me desencanté con la
play, posiblemente por ese boom que hubo en juegos de ego shooter y con los cuales –abiertamente– sí tengo mis problemas,
porque muestran demasiada sangre y violencia y reproducen ad infinitum, clichés y
estereotipos.
Así
que, en 2020 ni soy gamer, ni sé a
ciencia cierta si me engancharé con mi Nintendo Switch, que llega el día de mi
cumpleaños junto con dos juegos, Link
Awakening y Mario Odyssey (¡joya!).
El tercero, Breath of the Wild, está
agotado, la versión para descargar no me interesa. Apenas en agosto me ocupo de
comprarlo, porque el confinamiento va pa´ largo.
Para
entonces y como buena jugadora de antaño, en mi memoria no puede haber nada más
especial que Ocarina of time, de los
poquísimos juegos que han alcanzado la máxima nota por sus usuarios. Ocarina es
un juego que está hecho con pasión y amor, todo está cuidado al detalle (técnica
y artísticamente) y esto no solo enloqueció a los jugadores, sino que puso el
estándar a superar muy, muy alto. ¿Quién que lo haya jugado no se acuerda de
las melodías? Podemos sin problemas tararear ahora mismo el Bolero del fuego. Si algo nos ha
enseñado la franquicia es a mirar el mundo del juego con curiosidad y a estar
convencidos de que nadie es un genio, que incluso el mismísimo elegido tiene
que empezar desde cero, aprender a usar la espada, montar, pensar y sobre todo
a imaginar: con su simple fuerza, jamás vencerá a Ganon.
Y si
desde 1998 ni siquiera Nintendo ha superado Ocarina,
¿para qué sacar más juegos de la franquicia? Ya no se puede hacer una obra
maestra superior a nivel conceptual de las aventuras de Link y Zelda... Tal vez
habría uno de conformarse con subir la complejidad o mejorar los gráficos. Además,
mi hermano y yo ya no somos aquellos que soñaban con proteger Hyrule y se
desvelaban frente a un juego de 256 megabits.
Pues
no, otra vez tengo que aceptar que hay gente que en su naturaleza está abrir
robots para destriparlos, saber cómo funcionan... y mejorarlos, como demostró Eiji
Onozuka en 2017 cuando presentó Breath of
the Wild, posiblemente el mejor juego para Switch, según youtubers y foros.
Para mí, Breath of the Wild ya no es
un mundo, es un universo narrativo que conjunta lo mejor de un mundo ancestral y
fantástico con un mundo sorprendentemente humano. Sí, cuenta con un sinfín de
personajes (¡cada uno con historia!), acciones (correr, caminar, escalar, nadar,
montar, volar, dormir, cocinar, entrenar), santuarios a resolver en juegos de
lógica y observación, pruebas..., atuendos, armaduras, mazmorras que me cabrean
porque mi inteligencia espacial es nula, secretos, detalles. Pero posiblemente
todo esto no sería tan sorprendente si no existiera el elemento más humano de
todos: la libertad de juego. Si ya desde el primer título esa fue la premisa de
Miyamoto en la franquicia: no al juego lineal en las mazmorras, viene Onozuka y
extiende el concepto al mundo entero de Zelda. El jugador decide adónde, cómo y
cuándo.
¿Y con quién demonios voy a compartir mi boca abierta al jugar tremendo juego? Con el único compañero que entiende mi sorpresa y fascinación. El que me manda mensajes de aliento para que ya no ande de cobardicas y me enfrente de una puñetera vez contra un Centaleón; el que cuando le cuento que ya tengo el poder de Urbosa, sabe que resolví la mazmorra de Vah Naboris y vencí a la Ira del Rayo. Con mi hermano.
Porque en este mundo, tal cual
como en Zelda, uno también decide cómo juega su vida y yo decidí jugarla con
él, con la certeza de que en diez o
veinte años nos espera el siguiente Zelda épico, que hoy no tenemos ni idea
de cómo será, pero sí sabemos que en el sofá seremos tres: él, yo... y su hija
Zelda, que para entonces ya no será una niña.
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