miércoles, 2 de marzo de 2022

El mundo cabe en un toyota starlet


Baden Baden, 2005 Yana y Miguelita

En 2005 no sabía yo lo que me tenía preparada la vida. Empecé a estudiar en Tubinga, una ciudad universitaria en el estado federado de Baden Württenberg. Allí conocí a Yana (de Ucrania) a Svetlana y a Tania. Ambas rusas. Curiosamente, me sentí más cercana a ellas y su cultura que a los compa
ñeros alemanes. Y aunque se reían sin pudor de mi incapacidad de pronunciar bien hasta la palabra rusa más fácil, no perdían la fe en que en algún momento de la vida consiguiera pronunciar al menos una sílaba correctamente en esa lengua eslava.

Ese mismo año, durante la primavera, y antes de que todos tuviéramos que preparar trabajos escritos o exámenes orales salimos de paseo Yana, Svieta y yo junto con otro chico ruso –de cuyo nombre ahora mismo no consigo acordarme– en un Toyota starlet para hacer la mundialmente desconocida ruta rusa, que sólo ellos tres conocían y se morían por hacer. Como buenos estudiantes de Humanidades y Sociales, querían visitar lugares significativos para ellos, que a saber terminaron por ser Calw y Baden Baden. La primera, es una ciudad chiquilina que sigue atrayendo turismo por ser la ciudad natal de un autor alemán que es posiblemente más leído en Rusia y México que en su país de origen: Hermann Hesse. A la segunda, Baden Baden, tenían que ir estos tres porque fue en ella que Dostoiewski perdió todo en el casino. Bueno, lo que le quedaba.

Diecisiete años después, en Berlín, mientras recuerdo ese sábado soleado con este trío eslavo, no sabía que el mundo estaba en orden o al menos mi entorno estaba en paz. El chico que estudiaba entonces Egiptología nos contaba todo lo que sabía sobre la ruta, Yana y Svieta repasaban poemas o frases de sus libros favoritos y yo conducía un Toyota starlet rojo donde cabía el mundo sin problemas. Ellos hablaban de Pushkin, Tolstoi y Dostoiewski con tanta pasión, como si fuera parte de su código genético. En ese viaje, Yana me acercó a Bulgakow.

Ahora ella vive en Viena, se casó con un mexicano de San Juan Ixtayopan, Svieta volvió a Moscú donde siguió con el doctorado, Tania se quedó en el sur de Alemania. Yo terminé en Berlín. No sé dónde estará el egiptólogo.

Pero ahora hay guerra. Al menos de este lado.

Seguimos siendo internamente quienes miramos con fascinación las estatuas de Hesse y Dostoiewski, al menos somos ellas en la teoría. Aunque no entiendo más que un puñado de palabras en ruso, y un par en ucraniano, me pesan las noticias de Yana, su desconcierto al no poder sacar de inmediato a sus padres de la zona de conflicto. Me pesa igual la animadversión que se crea a una cultura sólo porque una tendencia política hace que el mundo cierre filas contra ella. Que haya hijosde***a dirigiendo un país, no quiere decir que cada habitante de ese país también lo sea.



No creo que el mundo esté lleno de buenas y malas personas, que unas vivan de un lado y las otras del otro. Creo que es mucho más complicado el asunto. En él existen personas que nos pueden sorprender y llenar un domingo soleado el centro de Berlín en una manifestación pacífica para exigir el cese del conflicto bélico porque se han dado cuenta de que todos vamos en el mismo auto, y que todos pertenecemos al mismo mundo. Pero también existen personas que no asumen su responsabilidad a tiempo y en vez de negociar diplomáticamente como primera y última arma de juego, reaccionan tardías ese mismo domingo financiando el ejército alemán con 100.000 (sí, cien mil) millones de euros no de manera excepcional, sino a partir de 2022 de manera anual. La historia nos enseña pues que los seres humanos no podemos aprender del pasado. 

Tal vez hay que refugiarse entonces en otras disciplinas, como las lenguas, por ejemplo. мир es la única palabra que puedo pronunciar en ruso y me la entienden. Es homónima. Significan mundo y paz. Si bien, en español y ruso no coinciden los vocablos, no creo que “mundo” (мир) y “paz” (мир), o bien, mir y mir sean homónimas por casualidad.




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