De autoría
y cosas peores
I
El autor
Pensemos en una época donde ya sea por pudor,
desconocimiento o costumbre no se menciona el nombre del creador de una obra.
Supongamos que la obra pasa de boca en boca y que es en este viaje donde crece,
se despoja de apéndices y se criban sólo los elementos necesarios que la forman.
Imaginemos que en su camino la obra maduró tanto que llega hasta nuestros días
como una obra clásica. Ahora pensemos que esto efectivamente sí ocurrió y que
el título de esa obra es El cantar del
Mío Cid. Tal suceso aconteció no sólo una, sino varias veces, gracias a la
tradición oral de la Edad Media.
Continuemos en esta época y
miremos a los lados, los versos de González de Berceo se cuentan como parte de
la literatura clásica hispánica, así como el Libro del buen amor del Arcipreste de Hita. En la Edad Media puede
decirse que la autoría no era algo de lo cual uno podía presumir
ostentosamente, dado que con facilidad uno era tildado de vanidoso y poco
humilde, es decir, mal cristiano. Había que dedicar la obra a un rey o noble, o
mejor aún, a Dios, para así justificar el esfuerzo invertido en la obra
artística. Poco después, en el siglo XVI seguimos reconociendo esta tendencia
en un ejemplo significativo, Sor Juana, poetisa a la que todavía le cuesta
aceptar como cualquier otra etiqueta, que es una autora.
¿Esta (falsa) modestia era motivada
por cuestiones sociales y religiosas? ¿Podríamos imaginarnos en nuestros días
comprar un libro de un autor desconocido? A menos que sea una peculiaridad,
esto es, por supuesto, posible. Pero si no tratara de ello, en nuestros días
parecería sospechoso ver un libro nuevo donde el autor no diera la cara –o
mejor dicho, el nombre. Y no es que la portada que lleva el nombre de Orhan
Pamuk asegure la existencia del autor turco. Pero ya dice mucho de nuestra
concepción de qué es un libro: una producción artística adjudicada a uno (o
varios autores) que se anuncian explícitamente en la portada[1]. Y
al definirlo de esta manera tan poco teórica sino más bien práctica quiero
resaltar el hecho de que creemos (1) que los libros los escribe alguien que es
el autor y (2) que este sujeto es el creador del contenido de la obra. Es
decir, Juan Rulfo creó a Pedro Páramo, le formó una vida, un pasado, un cuerpo.
Y esto no es más que producto de él. Por eso, si se descubriera que Juan Rulfo
en realidad no escribió Pedro Páramo,
sino que fueron –por ejemplo– tres personas distintas no sólo causaría revuelo
entre la infinidad de críticos que estudian su obra sino también en los
intelectuales. El público lector quizás lo vería como una tomada de pelo y
pudiera suceder que algún rulfiano dijera que son patrañas las acusaciones
aunque hubiese pruebas contundentes. Pero más no pasaría. No obstante, si hipotéticamente
Rulfo viviera ahora, y la novela estuviera “fresquita” y algo semejante
ocurriera, a saber, que Paz fuera el autor, por ejemplo, en esta situación la respuesta
del público y mundo literario cambiaría notablemente porque comenzaría una cacería
de brujas. Los críticos defenderían a uno, acusarían al otro y las editoriales
tendrían que esclarecer el problema antes de verse manchadas por un caso de
plagio en su colección selecta de obras o tener que indemnizar a alguien en su
defecto.
[1] Quizás como buena excepciones
que confirman la regla debemos mencionar a las historietas y a los guiones de
series cuya difusión es masiva. Si bien, ambas manifestaciones no son
categorizadas como “libros” en un sentido tradicional, sí son manifestaciones
que un inicio fueron escritas y ya paulatinamente se incorporan a la crítica
literaria. Las historietas de superhéroes como Batman, Superman, Ironman varían
en ocasiones sus autores y/o dibujantes. Las segundas sufren cambios más
drásticos debido a su finalidad mercadotécnica. Es decir, son de autoría
abierta.
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