II
Las virtudes del escritor
“La obra es del escritor y de nadie más” escuché decir
a un colega de trabajo, que sin ser un lector asiduo hacía referencia a un caso
escandaloso de plagio en Alemania en 2010 al que me referiré en el tercer
apartado. Tres años después de este escándalo, Haruki Murakami, haciendo buen
uso de su prestigio y su facilidad para contar historias donde apenas sólo hay
anécdotas, embiste el mito de la autoría bajo un tono solemne, casi pudoroso en
1Q84[1].
Primeramente, haciendo alusión a la obra 1984
de George Orwell, nos presenta una nada compacta historia de amor. Murakami
plantea que es posible contar con obras cuyo origen no es único. Es decir, el
autor nipón, que ha desplegado un mundo paralelo en 1Q84, desarrolla una historia donde el protagonista, Tengo[2], posee
la capacidad de reconocer buenas historias, aunque las propias no lleguen a
serlo. Se le pide por encargo corregir una novela pésimamente escrita para
hacerla merecedora de un premio literario. Aquí parecería ser que no hay peor
dilema ético para Tengo que tocar una obra que no es suya y tomarle el pelo a
los demás vendiéndola como la novela de una adolescente. El hecho de reescribir
no es una cuestión discutible, piensa Tengo, es más bien, lo que se pretende
alcanzar reescribiendo la novela, eso es lo sucio y poco ético.
Si bien, esta trama no guía
los hilos de la novela, ya deja traslucir el pudor que puede suscitar hablar de
autoría en pleno siglo XXI. ¿Tenía Tengo derecho de tocar una novela que no era
suya? Esta pregunta es rápidamente contestada. Tengo concluye que es más
importante la obra, que el autor. ¿Deja de ser la novela origen de esa
inexperta escritora? No, Tengo se convence de que no fue fortuito el hecho de
que esa novela llegara a sus manos, es decir, que él no estaba destinado a
contar la historia –sino la adolescente– pero él sí a escribirla, o bien,
ordenarla narrativamente.
Aquí me toma desprevenida un
remordimiento, ¿acaso mi bagaje como editora me ciega en esta discusión y ya
dejé de ver como algo sagrado e intocable el texto de un autor? ¿Tiene menos
mérito un escritor si un buen corrector de estilo le organiza el texto? ¿Acaso
los autores realmente están dispuestos a entregar sus textos sin ser revisados
al menos por su consorte, editor u otros autores? ¿Y los lectores estamos
preparados para ello?
Los
textos son productos no acabados, que van siendo modelados por sus autores y su
entorno. No hay que sacralizar nada. Pero tampoco hay que mirar la portada de
un libro pensando –inocentemente– que Orhan Pamuk se ha olvidado de todas sus
lecturas previas, sus experiencias personales o sus anteriores obras al
escribir Rojo. Me parece romántico e
incluso cándido pensar que sólo una pluma ha pasado por el texto y lo peor aún,
que sólo una persona lo ha creado.
Como
no espero convencer con las líneas anteriores, debo recurrir al siglo XIX.
Vayamos primero a Chalco, donde Manuel Payno está dejando morir a Cecilia en Los Bandidos de Río Frío. ¡Basta!, dice
el lector que se ha encariñado hasta las cachas con ese personaje y escribe
indignado al periódico para que el autor cambie de opinión y no mate a la pobre
mujer, quien será rescatada por supuesto en capítulos subsecuentes a pesar de
que el autor tenía otro final para ella. Porque ése precisamente es el punto,
la obra de repente ya está en boca de todos y se ha vuelto un bien común. Así
al menos lo indican, por ejemplo, las miles de cartas que siguen llegando a
Backer Street no para Conan Doyle, sino para Sherlock Holmes, personaje que
también fue resucitado a pedido de los lectores.
¿Acaso
es –pregunto despojada de mi posición de editora y revestida con mi piel de
lectora– el autor el único que decide en su texto? ¿No tenemos nosotros también
nuestros derechos como devotos lectores?
No,
no. Me rebaten aquí. Pero si es precisamente a ellos, a los autores, a quienes
se les ocurren esas historias. Fue Payno quien sacó a Cecilia de morir ahogada,
fue a Conan Doyle a quien se le ocurrió crear a Holmes y resolver casos en
actos de prestidigitación. No al lector. Tal vez, eso no lo sabemos. Lo que sí
podemos suponer es que ellos identificaron una historia a través de sus
observaciones. Esa es pues la primera virtud del autor: observar y a partir de
allí crear la historia. El ejemplo por antonomasia de esta afirmación es
Gabriel García Márquez. En su quehacer periodístico, el autor colombiano pudo
ver más allá de la nota roja, y fue así que abrió ventanas para contactar con
la sociedad a través de hechos aparentamente prescindibles, por ejemplo, en El ahogado más hermoso del mundo, el
autor consigue engarzar la historia de colonización y la actualidad colombiana
para sugerirle al lector que voltee a ver qué lo rodea: nada. La capacidad de
identificar historias es pues una característica esencial en el autor.
La
segunda sería la manera de contarlas. Arturo Pérez Reverte publica en 2002 La Reina del Sur, de la cual las
televisoras incluso ya sacan jugo como telenovela. La novela está dedicada a
Élmer Mendoza, que según las malas lenguas fue quien tuvo la idea. Pero, ¿quién
la escribió? Fue Reverte quien acomodó las piezas y tomó hasta la última gota
de información de Mendoza para nutrir la obra. Sea Mendoza el gestador de la
historia o no, fue Reverte quien tomó el bolígrafo para narrar la historia, eso
sí, con unos descuidos enormes donde los personajes mexicanos terminan
empleando el vosotros y las expresiones mexicanas –o mexicanismos para usar la
terminología de la Real Academia– aparecen en contextos que ni los ibéricos, ni
nosotros entendemos. ¿Alguien habría prestado oídos al tema si Élmer Mendoza
hubiera publicado una novela semejante? Y en el debate hasta Heriberto Yépez
sale despotricando contra Reverte. Para mí, concédaseme el beneficio de la fe
ciega en la creación literaria, importa a veces más el cómo que el qué. La
manera de contar es la segunda característica mínima, o bien, segunda virtud.
No importa que se base el autor en historias ya contadas, sino en cómo las está
tratando. Así, pues, no es raro ver a ensayistas que se llevan el crédito por
cuestiones teóricas que los expertos pudieron elucidar (a otros expertos) pero
no así a un público general. En el ensayo es donde mejor se comprende la
importancia de saber cómo pronunciar una idea, aunque el tema en sí ya sea
viejo.
Por supuesto que esto ahora
no tiene valor alguno porque lo avala Juan Pérez. Apoyémonos pues en los
hombros de un gigante, Picasso afirmó que “los buenos artistas copian, los
grandes roban”, nótese aquí que no se trata de tomar algo y presentarlo de
igual manera (copiar), sino que se trata de darle una plusvalía, para ello hay
que adueñarse del objeto estético, o bien, hay que robarlo. En este punto no se
trata de justificar el plagio, entendido aquí como una copia dolosa, no como un
robo doloso. Se trata más bien de exponer la libertad que tiene un artista por
tomar tanto la realidad, como las reflexiones que ya se han hecho de la misma a
un grado tal que se la despoja de su autor, para así poderla trabajar
libremente (virtud dos) y entregar algo mayor. Y bajo esta línea no solo
Voltaire, Gauguin sino también un griego anterior a la era cristiana –no podía
faltar, porque para eso existieron los griegos, para nombrar todas las cosas–,
Publio Terencio, coinciden. Este último deja para la posteridad una frase
fundamental sobre el tema “Nada es dicho que no se haya dicho antes”. Sí, a
Terencio le parece que ya los temas empezaban a repetirse antes de que hubiera
novela de caballerías, Hamlet, Quijote, Rayuela o incluso Terra
Nostra. Mil años antes de Shakespeare ya había pues, refritos. Nada es
dicho que no se haya dicho antes, eppure
si muove...
Y
visto bajo ese eje temporal ya no nos debe sorprender que ciertas obras se
parezcan, que los temas se repitan y que por supuesto, a veces uno como lector
tenga la sensación de haber leído ya tal cosa alguna vez.
Ahora bien, conscientes de
que la originalidad de alguna manera inexplicable y científicamente no
verificable no se extingue, aceptemos que el autor jamás parte de la hoja en
blanco cuando inicia su proceso creativo. Incluso, por muy inculto que sea,
tiene canales de conocimiento que van formando su experiencia de vida, su
ideología, sus gustos e incluso la estética que pueda desarrollar en sus obras.
Sí, el autor es pues
aquel que crea. Ciertamente estoy a favor de que el autor reciba reconocimiento
por su trabajo, pero veámoslo como un ente donde convergen no sólo varias voces
sino también un bagaje cultural imposible de rastrear con lupa.
[1] En 1Q84 Murakami narra la historia de amor de Aomame, asesina a
sueldo, y Tengo, editor que debe reescribir la novela de una adolescente. El
público fanático del autor nipón –donde por sinceridad debo circunscribirme– se
tragó los tres tomos de la novela. A pesar de la evidente referencia a la obra
orwelliana, el puente tendido a 1984 se
tambalea porque los paralelismos jamás se pasan a tinta, y quedan simplemente esbozados
en grafito.
[2] Si bien Tengo es editor y
conoce las triquiñuelas de las editoriales para posicionar libros en el mercado,
este aspecto se ignora casi por completo en la novela. No se explora el papel
del seudónimo, del corrector de estilo ni del ghostwriter. Sin duda, son conceptos fundamentales para enriquecer
la discusión sobre la autoría, la originalidad y el plagio. Pero que dejaremos
de lado para no adentrarnos en una complicación innecesaria dado que no es tema
del presente ensayo tratar también obras no literarias sino comerciales (o
literatura de masas).
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