Somos la generación
que despidió el anonimato de las calles
y vivió el escarnio juvenil en secreto
sin la fiera fertilidad de las redes,
ni el bullicio de teléfonos inteligentes
que pasan de clic en clic
una risa, un secreto, un error
por todos los rincones de la casa,
de la escuela, del planeta.
Somos la generación
que vivió la vergüenza en casa,
apresada en cuatro paredes
Y la misma generación
que desconocía al otro
imaginándose sola,
-fenómeno- incomprendida,
sin saber que del otro lado
quizás había por fin un recipiente
perfecto de nuestros sueños,
o también -¿por qué no decirlo?- de nuestros miedos.
Somos la última generación
donde la vida pasó a su tiempo,
sin simultaneidades,
con errores y carente de filtro
Aquello que aprendimos no le sirve a nadie,
es cierto,
ni a nuestros hijos,
ni a nuestro yo,
ni a nuestros nietos
No podemos dejarles siquiera un cobijo,
ni la garantía de que no todo en la vida
tiene un sentido,
ni una razón,
incluidos nosotros.
Y está bien así. Punto.
Justo esa es la red que no aprendimos a dar,
la que les permite salir al mundo
-sabiendo que éste no se caerá
(al menos no más de lo que ya está).
Sí, eso ya es mucho decir,
para un post, un video en vivo
o un estado virtual,
que no sólo -caray, qué flojo decirlo sin caritas-,
que no sólo la felicidad, mi gente, vale la pena
en la vida.
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